Crónicas cucas

La leyenda de Zaida (versión internacional)


Capítulo 1
Zaida, esposa de Al Mamún, despidió a su amado a las puertas del castillo de Almudawwar. El valiente guerrero, a la cabeza de una hueste de soldados curtidos en más de cien batallas, emprendió el camino de vuelta a Córdoba. Todo sucedía en una fresca mañana de finales de Marzo. Su padre, Al Mutamid, rey de Sevilla, le había ordenado que defendiera la ciudad califal del ataque de los almorávides que amenazaban con derrocar la dinastía Psomeyya en todo Al Andaluz. El regreso inesperado de Al Mamún, que el almorávide creía huido río abajo, sorprendió a los numerosos enemigos que, tras un largo asedio, entraban a saco en la capital cordobesa. La batalla se encarnizó a tal extremo que el Guadalquivir se tiñó de la sangre vertida en las estrechas calles de la Perla de Occidente. Desde la cercana sierra se escuchaba el fragor de la batalla, el lastimero grito de los heridos y los alaridos de las madres que veían como las cabezas de sus hijos eran cercenadas por el alfanje almorávide.
Mientras tanto, Zaida, paseaba su angustia yendo y viniendo por el adarve de la fortaleza y atenta a las noticias de los emisarios que regresaban al castillo bañados en sangre. Atardecía cuando densas columnas de humo negro se alzaron en lontananza y el fuego avanzó hacia los arrabales de la capital. De repente el ruido de los cascos delató a un grupo de jinetes al galope que subía por la empinada rampa de acceso a la plaza de armas, acosado por la caballería almorávide que no logro darles caza antes que el portón de la fortaleza se cerrara ante sus narices.
Tristes nuevas portaba el jefe de los vencidos, que entre lágrimas y sollozos, le comunicó a la princesa Zaida la fatal noticia de la muerte de su querido esposo. Un grito desgarrador brotó de la garganta de la desgraciada princesa. Presa de la desesperación, corrió a arrojarse desde la Torre del Moro para acompañar al difunto rey cordobés en su camino al Paraíso. Con un pie en el vacío fue agarrada de la túnica por uno de sus sirvientes y trasladada, entre grandes ayes y lamentos, a sus aposentos, en medio del revuelo que la noticia había causado a la guarnición psomeyya que custodiaba el castillo. Los almorávides, una vez dueños de la capital, recorrieron la campiña dando caza a los supervivientes de la masacre, sometiendo al castillo de Almodóvar, matando a sus defensores y recluyendo a la princesa en las mazmorras de la fortaleza en union de sus fieles sirvientes.

Capítulo II

Hasta la pérfida Albión llegó el rumor de la belleza de la princesa Zaida y del estado de viudez que le había sobrevenido sin comerlo ni beberlo. Sentados alrededor de una gran mesa redondeada, convenientemente surtida de grandes y apetitosas viandas, discutían varios caballeros sobre quien tendría los suficientes atributos masculinos para rescatar a la princesa de su prisión. Sir Lancelot parecía el más dispuesto y lanzado, pero dado que no poseía armadura de verano, no se atrevía a desplazarse a tierras meridionales y exponerse a un golpe de calor. El Caballero Negro, a pesar de ser el más dotado, no poseía recursos suficientes para emprender tan largo viaje y además no tenia papeles. Los demás caballeros como se pasaban a la Ginebra de unos a otros y cuando el mago Merlín se ponía cariñoso, también caía, pues ni caso. Solo quedaba Arturo, que prendado de la belleza y docilidad de la princesa mora quiso hacerla su esposa a toda costa y a toda leche.
Sin perder más tiempo en preparativos, montó en “ Cólera” y puso rumbo al Canal de la Mancha .Cruzada la Mancha, entró sin ser visto, disfrazado de mozo árabe o mozárabe, por la puerta de Almudawwar, (actual c/ Antonio Espín) pero el disfraz no ocultaba del todo la punta de su espada, a la que llamaba Escálibur por una sugerencia del mago Merlín, que decía que significaba “la dominadora del mundo” o algo parecido. La noche, con su manto negro, cubrió las casas donde los Almudawawrienses se calentaban con brasas de carbón, -que los aldeanos obtenían de la quema controlada de ramas de encinas y olivos, - y que llamaban picón. A la obtención de este producto se dedicaban la mayoría de los Almudawwarienses con ahínco, a falta de polígonos industriales.

Pero dejemos a los aldeanos removiendo el picón y volvamos con Sir Arturo. Amparándose en la oscuridad y pegado a los muros de adobe de las casas, subió por la calle de la Peña, que en aquellos remotos tiempo era de un solo sentido, y se ocultó en un pequeño hueco al oír a un grupo de jóvenes Almudawwarienses que cantaban jarchas y bebía vino de un gran botellón que pasaba de mano en mano.

Dos horas pasaron y el grupo no se movía del sitio, así que decidió aventurarse y cruzó raudo y veloz una gran explanada. Como el grupo no advirtió la carrera de Sir Arturo, - como era de esperar –éste, ya más tranquilo, emprendió la subida al castillo por una trocha que atravesaba un bosquecillo circular de pinos. Las teas encendidas de los vigilantes almorávides cruzaban las almenas de un lado a otro del adarve. Sir Arturo no pensaba en el peligro que corría, solo en estrechar en sus brazos a Zaida, que habíamos dejado presa de dolor y del alcaide moro o almorávide.


Capítulo III

La cruenta batalla de Córdoba había acabado con el ejercito de Al Mamún, pero no sin que los almorávides sufrieran grandes bajas, y habida cuenta que debían proseguir con los restos del victorioso ejercito su carrera invasora Guadalquivir abajo, solo se dejó una pequeña guarnición de soldados en la fortaleza conquistada, al mando de Al Sierr ibn Iuca, y de un chino nacionalizado almorávide, llamado Huan Ho Tsé Al Mouraini, su mano izquierda.

Debido, como digo, a la reducción de personal vigilante y a los dados de baja, el alcaide, -que era una mujer disfrazada de hombre por imposición de los tiempos-, decidió, para custodiar a la reclusa y a su séquito con un máximo de garantía y un mínimo de carceleros, cazar un ejemplar macho de una especie de arácnido gigante que habitaba la cueva del castillo, la Araña Gata o Minina, que poseía en cada una de sus ocho patas, uñas retráctiles, y cuyo arañazo era letal. Además, esta Araña Gata, erizaba el vello antes de atacar y arqueaba el lomo cuando se le pasaba la mano por encima, cosa nada aconsejable. Dicho ejemplar Araña Gata o Minina fue amaestrado y colocado encima de la trampilla que daba acceso a la mazmorra, donde se pudría la princesa y sus sirvientes.
Efectivamente, la falta de aire y de ventilación, la estrechez del recinto y la humedad que rezumaba por todas partes, aparte de los montones de excrementos que se acumulaban en cada una de las esquinas y los charcos de orina que reflejaban las caras mugrientas del grupo de prisioneros, nos da una idea de las extremas e inhumanas condiciones en la que se encontraban nuestros amigos.

 A pesar de los pesares, nuestra princesa no desfallecía y pasaba las horas cuidando las pústulas y costras de los enfermos, calentando el agua para el té, haciendo los camastros, narrando historias de aparecidos, cantando coplillas andalusíes y bailando por cortijeras cuando el desánimo cundía en el grupo. A veces, le tapaban la boca o la amarraban a un poste para que se estuviera quieta, pues tal despliegue de actividad se aguanta un día, dos como mucho, pero no tres meses como llevan recluidos en ese pozo inmundo.

Capítulo IV

No se encontraba Arturo lo suficientemente seguro en el bosquecillo de pinos, así que decidió encaminarse sigilosamente por un estrecho y empinado sendero que subía rodeando el castillo. A un lado del camino, una negra oquedad le pareció un refugio ideal para ocultarse de las antorchas y luminarias de la guardia nocturna.

No lo ponían fácil los almorávides a los posibles intrusos, pues alrededor del castillo erigieron enormes cucañas de las que colgaban grandes haces de leña, a los que prendían fuego al anochecer, para iluminar el exterior de la fortaleza y de este modo, advertir cualquier ataque proveniente del exterior. Ni que decir tiene que los tributos, diezmos y alcabalas que abonaban religiosamente los almudawwarienses, contribuían a mantener esta iluminación nocturna. ¡Ay! de aquel que se negara a pagar su contribución, pues era untado con sebo de cerdo y colgado cual antorcha humana. La leña era transportada por una recua de mulas tordas desde un bosquecillo peri urbano, que se encontraba en el camino de Al Posadas, muy abundante en leña pero muy pobre en sombra.
Conforme con la seguridad que le proporcionaba la cueva y un tanto cansado tras la fatigosa ascensión, - no olvidemos que llevaba puesta la armadura completa-, Arturo entró en un estado de beatífica somnolencia, seguida al instante de un ronquido de tales proporciones que quienquiera que pasare por delante de la gruta creyere que ocultare al dragón Ladón, al que Heracles retorció el pescuezo en uno de sus doce trabajos y fiel pareja de la dragona Calaba, que no echaba fuego pero volaba. Despertó Arturo sobresaltado, soñando que su amada Zaida le esperaba desnuda en una cama redonda, cuando los primeros rayos de la alborada desprendieron reflejos plateados de su bruñida armadura.

 La visión de la aldea de Almudawwar, de las grandes mansiones de Charco Roto junto a las estribaciones de Sierra Morena y del lejano perfil de los cerros de Úbeda, le trajo el recuerdo de su brumosa Albión y de las feraces tierras de su querida Camelot. No pudo Arturo impedir, -solo como estaba ante los peligros que había decidido arrostrar -, que las lágrimas arrasaran sus azules ojos y que una avalancha de inspiración, provocada por las musas, le hiciera componer una coplilla cuya letra esculpió, en la pared rocosa de la caverna, con la punta de su espada.

La coplilla cantaba así:

the day already comes ,
it already comes, mother
the day already comes ,
it already comes, mother
illuminating its clear ones
the olive groves
illuminating its clear ones
the olive groves
Ay, that says yes to me that
Ay, that says to me that no
as it has not loved it none
I love it
my coal woman, like the coal
by your fault, small fault I have
black, small black, the heart
by your fault, small fault I have
black, small black, the heart


Tras este momentáneo instante de abandono y debilidad, Arturo recuperó su aplomo y estando cavilando sobre la forma y manera de acercarse sin ser visto al castillo, oyó a su espalda un fortísimo estornudo. Girando rápidamente sobre sí mismo, y a la par que nombraba a la sagrada familia, alzó a Escalibur por encima de su cabeza con la intención de partir en dos a cualquiera que fuese su inadvertid@ compañer@.
- ¡ By San Jorge and San Andrés, pattern of Almudawwar. Whoever it is, that comes to light or by my loved Zaida that I open it in channel without anesthesia that is worth !- gritó Arturo, viniendo a decir, -más o menos-, que por San Jorge o San Andrés, patrón de Almudawwar, quienquiera que fuese aquel o aquella que estuviese dentro que saliese a la luz y que si caso no le hiciese, juraba por su amada Zaida, que lo abriría en canal sin anestesia que le valiese.

Capítulo V


Por aquella época, Al Andalúz aspiraba a convertirse en una realidad nacional, aunque se encontraba dividida en pequeños reinos regidos por reyezuelos continuamente enfrentados entre sí y dificultando enormemente las aspiraciones de la familia Psomeyya, en tal dirección. A veces, dos o más de estos reyezuelos, se aliaban para arrebatarle el reino al más pintado. Solo existía un territorio en el que no gobernaba un rey o persona que detentara el poder por heredad alguna, y éste era la autoproclamada República de Carmona, al frente de la cual su primer gobernador, Al Manú ibn Psomeyya, hacía alarde de buen gobierno y cuya ciudad era considerada como crisol de culturas.

Era Carmona una ciudad muy industriosa. Repleta de talleres de todo tipo y cuya fiesta principal consistía en que todos los habitantes, sin límite de edad, se disfrazaban de lo primero que pillaban a mano y durante una semana recorrían las calles gritando e intentando averiguar quien era quien y viceversa. A veces formaban un círculo en los Zocos y se pasaban un cántaro de uno a otro hasta que se rompía… y vuelta a empezar. De aquel tiempo solo queda en la actualidad un pasacalles, donde los disfraces son mucho más elaborados, y una boqueroná.
Al Manú ibn Psomeyya, conocía Almudawwar de oídas y solo sabia que se encontraba muy cerca de la capital cordobesa. Al Mamún y su esposa Zaida visitaron en una ocasión al primer gobernador de Carmona invitados por este último, con el objeto de convertirse en el principal proveedor de albero para las paradas militares y desfiles a los que Al Mamún era tan aficionado. En esa visita, Al Manú ibn Psomeyya, quedó impresionado por la belleza y docilidad de Zaida, y desde ese mismo momento, cada latido de su corazón aumentaba su amor por la princesa y esposa de Al Mamún.
Hasta Carmona, llegó la nueva de la derrota de Al Mamún en la defensa de Córdoba y como su cabeza había sido ensartada en una larga pica y paseada por la ciudad con el objeto de sembrar el terror entre los cordobeses. Al Manú ibn Psomeyya, no se lo pensó dos veces y dejando los asuntos del gobierno en buenas manos, se lanzó a una loca aventura amorosa de la cual no tenia, ni la más leve ni remota idea, de cómo iba a terminar.
Antes de partir, dejó escritas una serie de instrucciones para su sustituto en las tareas de gobierno, en las que insistía en que mantuviera el buen talante del que la dinastía Psomeyya hacía gala y que luchara, -con todos los medios a su alcance-, para evitar, que en su ausencia, los carmonenses construyeran sus casas donde les diera la real gana, como estaba sucediendo en los reinos limítrofes.
Dejó además escrito un dulce zejel -pues dicho Al Manú ibn Psomeyya era un magnífico poeta- que encontraron debajo de su almohada, dedicado a su amada Zaida y que reproduzco a continuación:


Son tus ojos, almendrados
Es tu pelo, de azabache
Y todos los enamorados
Van a aprovechar el bache
Que dejó tu Al Mamún
Sin cabeza, ni corona
Cosa que no es muy común
En la ciudad de Carmona
Espérame, Zaida mía
No salgas de la mazmorra
Que te libraré algún día
Del hastío y la modorra
Así que tengo el derecho
A hacerme con tus quereres
Y recorrer todo el trecho
¡Si hace falta….hasta Mieres!.
Y para que no pases frío, mi vida
Donde te encerró el canalla
Te llevo como bebida
Aguardiente de Cazalla


Capítulo VI



Al Manú ibn Psomeyya emprendió el camino hacia Almudawwar a lomos de una mula sin gps, brújula o sextante, ni la más mínima idea de hacia donde arrearla. No obstante, nuestro primer gobernador, sabía de la cercanía del Waad al Quivir a la aldea donde estaba presa su adorada Zaida.

Bajó la ladera de los alcores, en cuyas cimas se levanta la ciudad de Carmona, para buscar el ancho valle que el río Corbones abre a su paso y seguirlo, aguas abajo, en dirección al Waad al Quivir . Debido a la abundante maleza y vegetación que acompañaba el discurrir del Corbones, decidió vadearlo y dirigirse hacia Levante por un caminito perdido entre encinares y alcornoques.
Anochecía cuando aparcó la mula ante la posada que un cristiano viejo, metido en los 90 años, regentaba en compañía de sus dos hijas, Luisa la mayor y Ana la pequeña. Tras cenar copiosamente, bañarse en un lebrillo y dar las buenas noches a la concurrencia, se retiró a sus aposentos. Alcanzado el estado de sopor que antecede al sueño, percibió, débilmente, como se abría la puerta del dormitorio y entraban las dos hijas del posadero que, ni cortas ni perezosas, comenzaron a trabajárselo sin que el pobre Al Manú ibn Psomeyya pudiera siquiera decir esta boca es mía. Mientras Luisa se dedicaba con afán a la suyo, la hábil y experta mano de Ana buscó y rebuscó hasta encontrar la faltriquera donde Al Manú guardaba sus maravedíes de oro.

El primer gobernador, cuyo gozó iba en aumento, no notó la sustracción y cuando Ana comunicó a su hermana que la bolsa estaba en su poder, dejaron a Al Manú al borde del éxtasis, pero sin llegar a él, cosa que le desagrado sobremanera, como es natural. Al Manú ibn Psomeyya, se levantó temprano y emberrenchinado, con la sana intención de aprovechar la frescura de la mañana para continuar su viaje y calmar su ardor con agua fría.

Apagado el fuego interno, dirigiose a abonar al posadero la cuenta, cuando echó en falta la bolsa de los maravedíes, que buscó y rebuscó sin encontrarla. El cristiano viejo, con más de 90 años, requiriole el pago o abono del servicio de restauración y hospedaje prestado. Como Al Manú no llevaba más maravedíes encima y el posadero saco una porra de gran tamaño que llevaba grabado “O pagas o cobras” no tuvo otro remedio que cederle la mula y continuar su camino a pie, dejando atrás al posadero, con una porra en la mano, la mula en la otra y a sus dos hijas, Luisa y Ana, que lo miraban alejarse con una picara sonrisa dibujada en sus labios.

Caía la tarde cuando divisó en el fondo del valle, que el Waad al Xenil abre en su curso hacia el Wad al Quivir, la ciudad del reino de Écija. Sus siete minaretes, rematados en oro, relucían con el sol del atardecer y el placer que le causó la magnifica vista le hizo olvidar el hambre que tenia y la falta de maravedíes. Acercose a una alquería cercana a la ciudad con la intención de pedir algo de comida, cuando descubrió un gallinero sin el candado puesto.

 El revuelo de las gallinas, que veían como robaban los huevos recién puestos, alertó al dueño de la alquería que, garrote en mano, corrió a Al Manú hasta que éste se escondió en el soto del Waad al Xenil y el ecijano se hartó de buscarlo. Una vez asegurado su escondrijo, saco los huevos requisados y quedo sorprendidísimo, ya que si bien la clara era insípida, la yema era dulcísima y muy consistente. Se prometió que a la vuelta, haría que Zaida probase, las yemas del ecijano. Vadeo El Waad al Xenil y alcanzó a unas carretas que se dirigían hacia la fuente de los carreteros acompañándolos durante un buen trecho.

Despidiose de los carreteros y descubriendo una ancha cañada, le preguntó a un rabadán donde se encontraba y por donde se iba a Almudawwar. El Rabadán, le señaló con la vara hacia el Norte; esa era la dirección hacia la que tenia que “dir”, como se acostumbraba a decir por estas tierras, costumbre que aún continua. Bebió en una fuente de agua cristalina que manaba a los pies de una palmera y desde la que pudo divisar por primera vez el castillo donde Zaida, su amada y objeto de pasión, se encontraba recluida en contra de su voluntad.

Camino de Almudawwar, se encontró un ochavillo de cobre, que aunque de escaso valor, agachose a recogerlo, cruzando poco después dos grandes arroyos con bastante dificultad y riesgo de morir ahogado, el Waad al Mazán y el Waad Al Maruota. Anochecía cuando, siguiendo una trocha que se encaramaba hacia el castillo, alcanzó un bosquecillo circular de pinos, que abandonó, al no ofrecerle seguridad. Decidió, por tanto, encaminarse sigilosamente por un estrecho y empinado sendero que subía rodeando el castillo. A un lado del camino, una negra oquedad le pareció un refugio ideal para ocultarse de las antorchas y luminarias de la guardia nocturna, adentrándose en aquel antro antes de que la ronda nocturna le descubriese.

Con las ropas empapadas, tras vadear el Waad al Quivir por el Soto Al Abajo, durmiose tras una gran roca que estrechaba la cueva. No pudo reprimir un fuerte estornudo que desencadenó un extraño ruido metálico que se le venia encima. Solo pudo alzar la mano cubriéndose el rostro y ver a un caballero que, mandoble en mano, amenazaba y juraba por su amada Zaida, con abrirle en canal si no salía a la luz, - orden que entendió y ejecutó al instante, a pesar de que no entendía ni “papa” de ingles- ya que pensaba hacerlo sin anestesia que valiera.
- ¡Por el gran califa Psomeyya, Al Manú ibn Chawess ¡Detén tu brazo, bravo caballero y escúchame antes de que tu espada caiga sobre este su seguro servidor y que además le saluda cordialmente, en espera de su Ilma. decisión!- grito Al Manú Ibn Psomeyya.

Capítulo VII

Sir Arturo, cuyo carácter impetuoso era difícil detener una vez prendida la mecha le respondió:
-¡Dígame presto, su nombre, procedencia e intenciones o le juro por Santo Tomás de Aquino y Santa Genoveva de Brabante que de un tajo le separo la cabeza del turbante!
- Me llamo Al Manú ibn Psomeyya, nieto del gran califa Psomeyya de Al Andaluz, Al Manú Ibn Chawwes y primer gobernador de la muy leal y cabal República de Carmona, elegido democráticamente por una mayoría de votantes, siendo mi intención continuar en el cargo durante los siguientes cuatro años y ser nuevamente reelegido, si es posible. Ahora espero, que el bravo caballero que me amenaza con el mandoble, me responda a la misma pregunta, pues me gustaría saber, desarmado e indefenso como me hallo y ya que voy a morir, quien va a firmarme el finiquito. –respondió Al Manú, guardándose para sí el verdadero motivo que lo había llevado hasta la gruta.
-Mi nombre es Arturo Pendragón, rey de Anglos, Sajones, Galeses y Escoceses. Guardián de las Islas Británicas y de las Orcadas. Gran Preboste de Camelot. Maestre de los Caballeros Templarios del Templo de Salomón. Capitán General del Octavo Ejercito en la Primera y Segunda Cruzada. Libertador de Jerusalén, de Constantinopla, de San Juan de Acre y de los Santos Lugares. Condecorado con la Cruz de Malta y la medalla al mérito militar de San Godofredo de Salónica. Duque de Norfolk y Devonshire. Conde de York. Alcaide Mayor de la Torre de Londres y Gran Maestro Relojero del Big Ben, siendo mi intención encontrar a unos amigos y camaradas templarios con los que trabé amistad en la última cruzada y que me invitaron a pasar una temporada en un cortijo de su propiedad, situado al otro lado de este gran río, y muy cerca del arroyo del Temple.- respondió Sir Arturo, ocultándole a su vez, el secreto motivo de su viaje.
-Muchos títulos y profesiones cuentan en su currículum, Sir Arturo y si me permite que le tutee, espero tu benevolencia y compasión, pues no puedo causarte mal alguno dado mi deplorable estado de salud, tanto física como mental – arguyó Al Manú ibn Psomeyya, en su defensa.
- ¡Por San Blas y Santa Constanza, a que viene tal confianza! Si no le he dado permiso... ¿Cómo me llama Arturo sin el Sir puesto delante? ¡Yo le advierto y le aviso, que no me sobra el buen talante¡ - le espetó Sir Arturo, cuyo carácter altanero no admitía familiaridades de ningún tipo, y menos, de un sarraceno andrajoso y trastornado, que decía ser primer gobernador de la muy leal y cabal ciudad de Carmona.
-¡Pues precisamente, buen talante es lo que a mí me sobra, amigo Arturo! Así que baja la espada, quítate el guantelete y ¡Choca esos cinco!- le contestó al Manú ibn Psomeyya.
Arturo que desconfiaba de todo sarraceno andante, -no olvidemos que era un caballero templario cuyo temple había sido puesto a prueba recientemente en Tierra Santa -, le ordenó al sarraceno, a la vez que le indicaba el camino con la espada hacia el interior de la gruta:
-¡Tira p´alante, que te voy yo a dar a ti talante, por detrás y por delante!
Y desoyendo las quejas y las súplicas de su nuevo compañero de aventuras, se internaron en la cueva buscando una posible entrada oculta a la fortaleza. Conforme se adentraban, un creciente coro de arácnidos maullidos retumbaba por las paredes rocosas de la gruta.
-¡Pues anda que hay pocos gatos ahí dentro!- comentó Al Manú Ibn Psomeyya.

 
Capítulo VIII

La oscuridad de la gruta aumentaba conforme se iban adentrando y no se le ocurrió otra cosa a nuestro Sir Arturo que quitarle el turbante a su rehén, y cortando un trozo con la poderosa espada, anudarlo en la punta. Sacó una petaca, regalo de Sir Johnny Walker, “El Escocés”, de la guantera de la armadura, y roció la torunda con el brebaje amarillento y altamente inflamable que contenía, -y a la que prendió fuego con un mechero de yesca, regalo del Sultán Saladino de Jerusalén-, entregándosela a Al Manú Ibn Psomeyya para que alumbrará el cavernoso y oscuro camino.
La pareja descendió por una grada esculpida en la gruta y fue a parar a una espaciosa sala donde el coro de maullidos era mucho más intenso. En ese mismo momento una gran Araña Gata se descolgó rápidamente desde el techo, emitiendo un siseo amenazador. Al Manú miró hacia arriba y creyendo que los propietarios de la cueva habían instalado una lámpara de ocho brazos, alzó la antorcha para encenderla. El desconsolado maullido de la Araña Gata y el fuerte olor a pelo quemado que se difundió al instante sorprendieron a nuestra pareja, que no daba crédito al ver como una lámpara corría por el techo, envuelta en llamas y maullando como un gato con el rabo chamuscado.

El fuego prendió en la colosal telaraña y se extendió rápidamente por la gruta, provocando un espectáculo apocalíptico. Cientos de arañas gatas, del tamaño de gatos monteses, ardían y estallaban en el aire entre dantescos maullidos y alocadas carreras huyendo de las llamas. Al poco rato un silencio inaudito fue testigo de la extinción de esta especie autóctona de Almudawwar, ya que la araña gata amaestrada que custodiaba la trampilla donde se encontraba presa Zaida, era macho y el único ejemplar vivo que habitaba sobre la corteza terrestre, a consecuencia de la antedicha escabechina.
-¡Por San Abundio de Fornachuelos y San Sulpicio de Colombro, que no salgo de mi asombro! – exclamó Sir Arturo, que asistió a la quema desde la distancia, pues temía que la armadura se le calentara y le saltará el automático.
-¡Ha visto usted la que he liado D. Arturo! ¡No ha quedado ni una! – le advirtió Al Manú muy ufano de su hazaña.
Sir Arturo, -que reconoció la valentía del sarraceno-, quiso premiarle por su audacia y temple. Sacó la petaquita, -que como hemos dicho llevaba oculta en la guantera de la armadura-, y un par de fieles y pequeñas reproducciones del Santo Grial; llenándolas hasta el borde, le ofreció a Al Manú, una de ellas.
-¡Por San Edelmiro de Lovaina, Santa Juana y su bendita Mantilla, brindemos con un trago de güisqui de mi tierra y no con el fino que cultiváis en Montilla!.- propuso Sir Arturo Pendragón.
Pensó Al Manú, -que no había probado el güisqui en su vida ni conocía de su existencia-, que se asemejaría a los vinos dulces de pasas y moscateles, anisetes y licores de menta y café, que acompañaban los postres en su tierra carmonense y sin darle más tregua al Santo Grial se lo zampó de un trago, a imagen y semejanza de D. Arturo, que ya llevaba cinco “grialitos” en el coleto.
Ni que decir tiene que el latigazo que el Scotch güisqui le sacudió a las tragaderas de Al Manú le mantuvo al borde de la muerte por asfixia y calentamiento global durante unos segundos. Una vez pasado el efecto abrasador y tras beber de un pequeño manantial que brotaba a sus pies, Al Manú, recuperada la capacidad de comunicación mediante el lenguaje, se dirigió a Sir Arturo en estos términos.
- ¡Estupendo el güisqui, si señor, estupendo el güisqui! Pero aquí en mi tierra, D. Arturo tenemos un matarratas que sabe mejor -apostilló Al Manú.
- Por San Gerundio de Leganés, que bueno está el Scotch “Lago Ness”. Este Sir Johnny Walker cada vez los fabrica mejores- afirmó Sir Arturo después de arrojar la petaca vacía.
Continuaron su peregrinación por las entrañas del cerro redondo hasta que descubrieron un postigo bajo, -cerrado con un candado- y que supusieron la oculta entrada a un pasadizo que ascendía hasta algún lugar indeterminado del interior de la fortaleza. De un escaliburazo descerrajó el candado, y siempre con Al Manú delante, Sir Arturo le indicó que subiera los escalones, que él iría siguiéndole los talones sin perderlo de vista un momento.
La visión del trasero o nalgatorio de Al Manú subiendo por las escaleras a un palmo de su nariz, el medio litro largo de “Lago Ness” que se había metido entre pecho y espalda y los meses de abstinencia que llevaba acumulados desde que emprendió el viaje, surtieron su efecto y Sir Arturo, un caballero que nunca en su vida había utilizado palabras soeces ni malsonantes, soltó de pronto:
-¡Por San Millán de la Cogolla! ¿ Pues no que se me está levantando la p...... !
Expresión, que al oírla Al Manú ibn Psomeyya, le hizo apretar el paso, sin dejar de mirar hacia atrás a cada instante, hasta toparse con una reja de hierro desde donde se contemplaba la desierta plaza de armas del castillo en la que una fuente de cuatro caños, de reciente factura cantaba su eterna copla.

Capítulo IX

La conquista de la fortaleza por los Almorávides y la sujeción del pueblo de Almudawwar a su gobierno, al frente del cual dejaron al alcaide Al Sierr Ibn Iuca, supuso para la aldea romper con los modos y maneras de gobernar a la que estaban acostumbrados.

Ibn Iuca no se asemejaba lo más mínimo a los alcaides al uso, pues a pesar de detentar la máxima autoridad desde la cima del cerro redondo, bajaba muy a menudo a interesarse por los problemas de sus gobernados, a los que saludaba muy efusiva y amigablemente. En una principio los aldeanos desconfiaban del afable trato, pues no era habitual en aquellos tiempos que un personaje de su rango se mezclara con el populacho, pero poco a poco se fue ganando la confianza de una mayoría, ya que el resto eran descendientes y seguidores de la familia Psomeyya, enfrentada a los Ibn Iuca, desde los primeros años de la conquista de la península ibérica.

Para ganarse el favor y el apoyo de los almudawwarienses, Al Sierr Ibn Iuca emprendió una serie de obras majestuosas en un tiempo record, a la vez que dejaba sentadas las bases del desarrollo urbano de la población, provocando con este plan la fuerte oposición de un grupo de ciudadanos descontentos, que reunidos semanalmente en un Taller de Piconería -donde fabricaban una variedad comestible de carbón que los niños cristianos recibían como regalo en la festividad de la Adoración de los Reyes Magos, días después de la Natividad del Señor-, manifestaban públicamente que esa no era la futura Almudawwar que querían.

Numerosas fiestas y verbenas, se sucedían sin solución de continuidad y mantenían a todo el pueblo, Psomeyyas incluidos, en un ambiente festivo permanente durante todo el año, especialmente en verano, ya que había que sumarle los jolgorios y bodorrios organizados en el castillo por un judío medio catalán, medio levantino llamado Francisquet ben Churradas, comúnmente conocido por “Paquito el Chocolatero”.

Tras atiborrarse de pinchitos morunos, condimentados por el maestro pinchonero Abdulá ben Carmelo y hartos de anís “ El Moro”, los almorávides se entregaban a un baile inventado por Paquito .Dicho baile consistía en agarrase del brazo unos a otros y formando una larga fila avanzar hacia delante y hacia atrás al ritmo que marcaban tambores, panderos y chirimías.

 A una indicación de “Paquito”, los integrantes de las filas se doblaban por la mitad de la cintura, como si estornudaran, y gritaban como cuando se llama a un desconocido, repetidas veces y todos al unísono. ¡Ay! de aquel sufrido almudawwariense que reclamara o reclamase, se quejara o quejase del insomnio o desvelo producido por estas juergas nocturnas, pues era untado con sebo de cerdo y colgado de la cucaña cual antorcha humana, como respuesta oficial a su reclamación.
Sin embargo, no olvidemos que Al Sierr ibn Iuca mantenía recluida, en contra de su voluntad, a nuestra princesa y que las condiciones humanitarias no eran las más adecuadas, por no decir insoportables para Zaida y sus servidores. Sin embargo, como quien hace la ley hace la trampa, estos últimos habían encontrado un resquicio para mejorar su calidad de vida y que no era otro que simular una enfermedad cualquiera: depresión, ansiedad, gripe malaya, angina de pecho, hernias inguinales, cirrosis hepáticas, etc obligando a nuestra alcaidesa a prestarle todos los cuidados necesarios para su pronta recuperación en el hospital de la aldea.

De este modo nuestra princesa Zaida se fue quedando más y más sola en la mazmorra, acompañada por un pequeño grupo de fieles sirvientes que se resistían a abandonarla, a pesar de las comodidades y buenos alimentos que disfrutaban los enfermos imaginarios.
Zaida languidecía a ojos vista. La lozanía, de la que hacia gala en las paradas militares junto a su difunto Al Mamún, hacia tiempo que había desaparecido y el desanimo hecho mella en su bello rostro.
Al Sierr ibn Iuca bajó, junto a su mano izquierda Huan Ho Tsé Al Mouraini a visitar, por primera vez a la reclusa desde la conquista de la fortaleza, para comprobar personalmente si Zaida encontraba la celda decorada a su gusto, si disfrutaba de todas las comodidades a las que su rango le daba derecho y si tenia alguna queja del catering contratado. El carcelero, un mozárabe almudawwariense llamado Aldonzo del Castillo, arrojó un pequeño ratón a la araña gata amaestrada y única en su especie, que se abalanzó de un salto para atraparlo entre sus ochos patas, dejando la puerta libre a Al Sierr Ibn Iuca y su séquito.
Una vez abierta la puerta por Aldonzo del Castillo, un tufo insoportable, hediondo y nauseabundo, alcanzó a los visitantes que no pudieron evitar que las náuseas y arcadas los descompusieran y expelieran, conjuntamente, el contenido de sus estómagos ahítos de pinchitos, almendras, peladillas y anises morunos.

- ¡Esaaaa pueeeeeeertaaaaaaa!- se oyó gritar desde la penumbra de la mazmorra con lastimera voz.
Zaida, de espaldas a la entrada, leía ensimismada y a la luz de una vela de sebo un pasaje del “El libro de las mil y una posturas. Volumen I”, profusamente ilustrado, cuando escuchó su nombre en la boca de una mujer.
- ¿La princesa Zaida, supongo? – pregunto Al Sierr ibn Iuca
Con la túnica hecha jirones, tachonada de excrementos y manchas sanguinolentas, el pelo grasiento y enmarañado y la mugre cubriendo su blanca tez, Zaida, sonriente, giró la cabeza hacia atrás a la vez que iniciaba un rápido y voluptuoso aleteo de sus largas y rizadas pestañas que desataron en Huan Ho Tsé Al Mouraini, una tormenta pasional de tales proporciones que su corazón quedo carbonizado por el relampagazo que le produjo la belleza y docilidad de la princesa viudita.
-Sí. Soy yo. Y usted Al Sierr Ibn Iuca, imagino- respondió altanera Zaida.
-La misma que viste y calza. ¿Que pasa Zaida? ¿Como estamos? – volvió a preguntarle Al A Sierr.

 
Capítulo X

Qué pintaba un chino en el Al Andaluz de aquella época? ¿Cómo había llegado desde China a Almudawwar? ¿Por qué vericuetos del destino había caminado para acabar acompañando al ejercito Almorávide y ser mano izquierda de Al Sierr Ibn Iuca? Poco o nada se sabe, ya que Huan Ho Tsé no era muy hablador y menos se le entendía. Sin embargo se conoce que era originario de la ciudad de Xiaochiang, provincia de Me-Huan. Contó Huan Ho Tsé al ser interrogado por la oficina de inmigración y nacionalización Almorávide, según consta en su expediente, que descontento con la situación sociopolítica y económica del imperio chino tras la muerte del emperador Mao T´se Dong I cuyo nombre significaba “El rojo y celestial librero que nos abre la puerta de la felicidad comunitaria”había emprendido una peregrinación en busca de la esencia de la doctrina que su adorado emperador impuso en su país, acabando con todo rastro de oposición y sepultando una cultura milenaria.

Nacido bajo la sombra de la Gran Muralla, cuenta que la recorrió a todo la largo, siempre hacia Poniente y pensando que no tenía fin en esa dirección volvió sobre sus pasos y siguió por la linde de la Gran Muralla siempre hacia Levante, sin encontrarle término en esa otra dirección. Que intentándolo por el Sur el gran Rió Amarillo le negó el paso debido a su ancho caudal.
En su relato nos cuenta que regresó tras cuatro años de caminar en círculo al punto de partida y fabricando unas escaleras de bambú, logró pasar al otro lado. Cuenta también que al otro lado de la Gran Muralla “había lo mismo” (sic). Que continuó su camino cruzando un frió desierto que paulatinamente fue transformándose en estepa y cubriéndose, conforme avanzaba, de inmensos bosques de coníferas. Que fieras manadas de lobos esteparios lo acosaban a todas horas. Que el frió era insoportable y la nieve dificultaba enormemente su progreso. Que el hambre lo fue debilitando y que encontrándose a las puertas de la eterna felicidad, abandonada toda esperanza de salvación, fue rescatado por una matriuska que en compañía de sus nueve hijas, todas vestidas por igual, buscaban bayas y frutas. Que ya en la aldea rusa el fujik Ivan Ivanovich Ivanichtchenko y Ludmila Ivanova, su mujer, le prepararon una fuente de ensaladilla y un kilo de mantecados de la estepa, cuya fama no tenia parangón y que comió con desesperación dando las gracias entre bocado y bocado:
-¡Glacias, muchas glacias, por la ensaladilla lusa!- dice que decía con la boca llena Huan Ho Tse.
-No padrecito Huan. La ensaladilla es un plato típico de nuestro país- cuenta que le respondió Ludmila Ivanova algo contrariada.
Reestablecida la fuerza vital, narra Huan Ho, que reemprendió en camino, buscando la esencia de la doctrina comunitaria de su adorado Mao T´se. Que pasó por una aldea donde los hombres bebían como cosacos y bailaban un raro y esforzado baile semejante a una pataleta sentados en una silla pero sin silla, a la vez que acunaban los brazos.
Que preguntando a los aldeanos qué donde se encontraba la capital del imperio y que quién era el emperador, estos la emprendieron a correazos y botellazos de Vodka con tanta saña, que estuvo a punto de salir de la aldea con los pies por delante, puesto que los aldeanos no querían ni oír hablar del Zar Josef Stalinikov III “ El Purgante”, debido a que les había facilitado el traslado de domicilio a la mayoría de sus habitantes por otro mucho más espacioso y fresco en la tundra siberiana, sin el consentimiento de los afectados.
Que dando un rodeo para evitar Moscú, -advertido de que “El Purgante”, pasaba por la gravera a todo chino que se pasease sin ton ni son por su imperio y sobretodo a aquellos que buscando la esencia de la doctrina comunitaria venían a importunarle con esencias, doctrinas, ni leches-, giró hacia el Sur en busca de un clima más cálido y soleado.
Continúa el relato de su periplo Huan Ho, relatándonos que pasado el mar Negro llegó a una gran ciudad llamada Constantinopla. Que se ganaba la vida tatuando y dando masajes a los Constantinoplasienses y a los comerciantes que visitaban la ciudad en viaje de negocios. Que a los tres meses de su llegada fue sitiada por el Segundo Ejercito de la Santa Alianza Cristiana, una vez declarada la Segunda Cruzada Mundial, y que tuvo que huir, como la mayoría de sus habitantes, por el terror que los caballeros hospitalarios sembraban a su paso.
Que llegó como refugiado a San Juan de Acre, después de pasar muchas penalidades en el camino y que fue recibido con bastante acritud por sus moradores, haciéndose acreedores de la fama de desaboríos que tenían. Que la ciudad fue saqueada, a los cinco meses de vivir en ella, durante la noche de San Juan y sus habitantes pasados por las armas por haberse rendido con cierta acritud ante unos caballeros tan buenos y hospitalarios. Que horrorizado por la crueldad de los ejércitos europeos, corrió hacia Jerusalén donde el grueso del ejército de Saladino estaba acantonado y a la espera del Octavo Ejercito de la Santa Alianza Cristiana, al mando de Sir Arturo Pendragón que había desembarcado en Tiro, semanas antes.
Que se alistó en el ejército jerosolimitano como corneta de la X Compañía de Botijeros Jenizaros. Que Sir Arturo ordenó el ataque a las murallas de la ciudad un 21 de junio de 1025, a las 21h.33m 45s, según el reloj de sol del minarete de la Mezquita de la Roca. Que a su compañía, una vez que se les vació el bidón y se quedaron sin botijos, la mandaron a primera línea de frente, cosa que no algunos de los alistados no esperaban y que no les sentó nada de bien. Sigue la narración de su odisea, diciéndonos, que el Octavo Ejercito de la Santa Alianza Cristiana era superior en material bélico y que nada pudieron hacer ante semejante superioridad armamentística. Que Saladino ordenó la rendición de sus tropas. Que Arturo se la concedía a condición de que le entregara la lámpara maravillosa. Que Saladino le dijo que se dejara de cuentos chinos y que si quería que le regalaba un mechero de yesca de última generación.
Que Huan Ho intervino sin permiso en las negociaciones, diciendo que él no conocía ningún cuento chino en el que apareciera lámpara maravillosa alguna, pero que había oído que en un libro que el Rajá de Samarcanda tenia en su maravillosa biblioteca, llamado “El libro de las mil y una noches”, si aparecía el Aladino ese y su lámpara. Que Saladino, enojado por la irrupción de un chino desconocido y maleducado en el negociado de la rendición, le contestó ofuscado, que el único libro editado con ese nombre era el primer volumen del“ El libro de las mil y una posturas” y que él mismo las había practicado repetidas veces con las mil y una concubinas de su harén, siendo las mejoras posturas la número 69 y la número 699.
Que Sir Arturo Pendragón, dió un inesperado palmetazo en una mesita redonda en la que humeaban las tazas de té y que juró por San Roque que al primero que moviera la lengua le clavaba el estoque. Que ante tal amenaza todos enmudecieron de golpe y que Sir Arturo les ordenó que recogieran los bártulos, que se iban de excursión a Inglaterra para trabajar sin contrato, sin permisos reglamentarios ni delegado sindical, en las minas de carbón a cielo abierto del condado de Devonshire; por supuesto, de su propiedad.
Refiere Huan Ho en la narración, las calamidades sufridas a bordo de las galeras de la armada inglesa que los transportaba a Inglaterra. De las dificultades de la navegación al cruzar las columnas de Hércules. Que Sir Arturo comentó a su contramaestre las ventajas estratégicas que supondría para su país la propiedad de la columna herculeana alzada sobre tierra Al Andaluza y que incluyera tal reflexión en su agenda de trabajo. Que una vez pasado el estrecho, lo trasladaron a un bajel de menor calado porque Sir Arturo recelaba del chino, que tenia la oreja siempre puesta. Que doblado el Cabo de San Vicente recordó la sabrosísima ensaladilla que exportaban los portugueses a todo el mundo, incluida Rusia.
Que un fuerte ventarrón separó a su nave, mucho menos pesada, del resto de la flota, desviándola 3º latitud Sur y 5º longitud Oeste Suroeste del grueso de la Armada Inglesa. Que los constantes vientos alisios impulsaron la nave hacia Poniente durante varias semanas. Que sus compañeros de infortunio fueron muriendo abrasados por el sol, los unos, deshidratados, los otros y por inanición, los últimos.
Que sobrevivió gracias a la meditación trascendental, a la práctica del Tao Ching, a la acupuntura hecha con astillitas de madera para mitigar el hambre y la sed ,a la férrea voluntad de encontrar la esencia de la verdadera doctrina comunitaria de su adorado e idolatrado Mao T´Se Dong I, pero sobretodo, lo que lo mantuvo vivo en medio del piélago marino fue un gran sombrero chino con el que se protegía del sol, a un botella de agua con un lagarto dentro de la que nadie quería beber y a las lonchas de aletas de tiburón que rebanaba a todo escualo que se acercara a menos de un metro de la barca para darse el festín a costa de los compañeros que iban arrojando por la borda, dándoles marina sepultura.


 
Capítulo XI


 
Continua Huan Ho su relato contándonos que al quincuagésimo día de desaparecida la flota de prisioneros de guerra y futuros mineros por la línea del horizonte, se vio rodeado de una gran extensión de algas y enmarañado sargazo. Que se vio obligado a agarrar los remos y doblar el espinazo para sacar el bajel de la verdosa y filamentosa trampa. Que una vez liberado izó la vela de nuevo y una corriente marina lo encarriló hacia el Sur Suroeste. Cuenta, que a medida que avanzaba bajo el impulso del viento la tonalidad azul marino del mar fue cambiando a un tono más turquesa, para acabar en una tonalidad verde azulada, cuya temperatura era superior a las de las frías aguas azul marino que se habían tragado a sus compañeros de travesía. Al amanecer del sexagésimo primer día de singladura, creyó divisar una delgada línea que sobresalía por encima del horizonte.

Cuenta, y en este momento de su relato las lágrimas acuden a los rasgados ojos de Huan Ho Tsé, preso de emocionado recuerdo, que no pudo reprimir el grito de ¡Tierra! ¡ Tierra! a la vez que señalaba con el dedo la dirección en la que se divisaba una gran isla cubierta de una vegetación exuberante y nunca vista de palmerales, guayaberas, mangueras, castaños de indias y bananeras. Que al poner el pié en tierra notó que estaba borracho como una cuba, después del zarandeo al que estuvo sometido durante sesenta y un días y que poniéndose de rodillas dio gracias a Confucio por haberle permitido sobrevivir en la Mar Oceana.
Que lo primero que hizo es buscar un estero o arroyuelo, hartarse de beber agua dulce, correr hacia los árboles, atiborrarse de exóticas frutas y nutritiva carne de coco y dormirse una siesta de órdago bajo la sombra de los palmerales, acunado por placentero rumor de las olas y la fresca brisa del mar Caribe. Que estando soñando con la instauración de la doctrina comunitaria en esta tierra ignota y alejada del mundanal ruido, fue despertado por la cercana algarabía de unos extraños aborígenes desnudos, cubiertos con taparrabos y con un tizón encendido en la boca que chupaban con fruición, extrayendo una densa humareda, y que llamaban en su jerga cohiba-calidad-extra.
Que el que parecía ser el jefe, más alto que el resto, exhibía un taparrabos verde oliva y una espesa barba. Que no dejaba de parlotear y señalarle con el dedo a la vez que chupaba del tizón y que varios aborígenes lo agarraron de manos y pies colgándolo de una larga vara para transportarlo al poblado donde la noticia del apresamiento del extraño hombre-plátano, - ya que nunca habían visto a ningún ser humano con la piel tan amarillenta-, creo tal expectación que incluso los más ancianos corrieron hacia la playa, adelantando al resto de la tribu.
Cuenta Huan Ho, amarrado como estaba al palo cual hombre-plátano -jabalí, como lo llamó uno de ellos en su idioma, que el alto y barbudo comenzó a hablar y hablar mientras lo llevaban a la aldea. Que en la aldea todas las chozas eran iguales menos la del barbudo que era mucho mayor. Que comían todos juntos de una gran olla y que las mejores raciones eran para el barbudo y su familia y que la mayoría de los días el resto de la tribu pasaba hambre. Que aunque las huertas y tierras de cultivo se trabajaban en común, el barbudo y su familia se encargaban del trueque con otras aldeas para revenderlo a sus mismos parientes. Y que el barbudo solo sabía hablar y hablar en su extraña lengua. Continúa relatando Huan Ho, como gustaba que lo llamaran sus amigos, que como pasado un tiempo vieron que el hombre-plátano no era peligroso lo dejaron suelto y que las mujeres de la aldea, lo montaban a diario, como en los rodeos de una tribu más poderosa que los tenia sumidos en la pobreza, según les había explicado largamente el barbudo.
Que fue debilitándose a ojos vista y temiendo tocar, como en Rusia, las puertas de la eterna felicidad, dado que las féminas aborígenes lo montaban sin tregua, que trabajaba como un mulato para el barbudo, que pasaba más hambre que un maestro escuela, y de aguantar su perorata diaria de horas sin rechistar, como hacia el resto de la tribu, aprovechó un descuido y se escabulló de la aldea dirigiéndose al varadero donde se encontraba amarrado el bajel. Que una vez embarcado remó hasta que la isla desapareció por el ocaso y enganchó la corriente que le trajo de vuelta al viejo continente, tras dos meses de hábil navegación y reflexión acerca de la caradura que algunos que le echan a la vida.
Continua Huan Ho Tsé relatándonos que ya cerca de la costa enfiló la desembocadura de un gran río y que perdido entre los esteros de una inmensa marisma vio como un grupo de jinetes y una larga fila de carretas acompañaba en procesión a una virgen pequeña a la que cantaban salves y proclamaban reinas de las marismas.
Que remontando el río llego a una gran ciudad en cuyo puerto levantábase una torre octogonal con un loro encerrado en una jaula de oro. Que la misión del loro era chivarse al oficial del puerto, de todo barco o gabarra que intentaba salir del muelle sin abonar la tasa de amarre. Que cuando el loro guipaba al listillo, iba de un lado a otro de la jaula gritando: ¡Que se te escapa, miarmaaaaggg! ¡Que se te escapa, mi armaaaggg! Que remontando el río fue apresado por los almorávides cerca de un pueblo donde tenían el mismo sistema para detectar a los que intentaban escurrir el bulto a la hora de pagar, pero en vez de loro era lora y que la lora del río gritaba lo mismo.
Que fue entregado a un joven capitán llamado Al Sierra Ibn Iuca. Que los almorávides lo compartían todo. Que no conocían el “mío”el “tuyo” ni lo “suyo” sino el “nuestro” y para de contar. Que su gobierno se regia por la máxima “lo nuestro es de todos y lo vuestro es nuestro”. Que tan impresionado quedó del ideal almorávide que sin pensárselo dos veces abrazó su doctrina y que solicitó la nacionalización en la oficina de inmigración almorávide, de la que hemos recogido este testimonio, añadiendo a su nombre el apellido Al Mouraini.
El resto ya se sabe; que su capitán Al Sierr Ibn Iuca lo acogió como discípulo y que le explicaba, acabadas las conquistas del día, las interrogantes sobre la doctrina comunitaria que Huan Ho Tsé le planteaba con buen criterio. Como experto en artes marciales, fue ganando puestos en la jerarquía del ejército almorávide hasta alcanzar el máximo grado que un recién nacionalizado podía alcanzar, que era primera mano izquierda de infantería.
Cuando acompañó Huan Ho Tsé, a su capitán y alcaide Al Sierra Ibn Iuca a las mazmorras, no estaba su corazón dispuesto para el amor y si para la batalla. El chino que subió corriendo las escaleras al oír el tumulto, una vez que el aire movido por las pestañas de Zaida le acarició su rostro, era otro Huan Ho Tsé.


 
Capítulo XII


Agazapados, como se encontraban Sir Arturo y Al Manú tras la reja, dejaron pasar un tiempo prudencial y dándole un leve empujón comprobaron que ésta se encontraba abierta. Sir Arturo, como de costumbre, le indicó a Al Manú que corriera hasta la fuente, que él le seguiría los talones, pero Al Manú no estaba muy dispuesto, temeroso de que en la carrera le asestaran un flechazo antes de darle el alto y le sugirió a su malhumorado amigo que le cubriera la espalda.
Sir Arturo, entendió el peligro que suponía tal carrera y como no estaba dispuesto a perder la ayuda que pudiera prestarle el que ya consideraba su fiel y cabal escudero se levantó trabajosamente, pues la armadura estaba pidiendo a gritos un engrasado de las coyunturas y cubriendo a Al Manú, corrieron hasta la fuente de cuatro caños.
No habían cubierto un tercio del recorrido cuando el campanillo de la Torre de la Campana comenzó a repiquetear alocadamente y una sucesión de ordenes y contraordenes se elevaban en el aire de almena en almena ¡Alarma! ¡Alarma!, gritaban desde el foso. ¡A las armas!¡ A las armas! se escuchaba decir a los guardianes de las torres vigías.¡ Echad la tranca!! Echad la tranca! apremiaban a los de la portería ¡ Zafarrancho de combate! ordenaban los oficiales del cuerpo de guardia almorávide. De repente la plaza se llenó de soldados que la cruzaban en todas direcciones, del ruido de las armas entrechocando en los pelotones que, escaleras arriba, subían a tomar posiciones de defensa en frenética carrera.Plantados en medio de la plaza no se atrevían a moverse y Al Manú le ordenó con gran desasosiego:
- ¡Por su mare D. Arturo. No mueva ni un plumón del penacho!
Sir  Arturo que no entendía que le quería decir Al Manú y cayendo en la cuenta de que todo había sido una treta para entregarlo a sus compinches almorávides, puesto que Sir Arturo no estaba al tanto de la política Al Andaluza, le espetó:
- ¡Ah traidor¡ ¡ Cómo me has engañado con el buen talante, malandrín! Por el Papa Bonifacio de Cremona que en cuanto salga de ésta le juro que no quedará ni rastro de Carmona! ¡Valiente rufián!¡ Por San Fernando de Esteso, que el moro me la ha pegado con queso!
Desoyendo los juramentos y exabruptos que Sir Arturo no cesaba de proferir, Al Manú cortó otra tira del turbantillo, pues a fuerza de sacar tiras no le quedaban más de tres vueltas completas y comenzó a pasarla por la armadura para darle brillo a la vez que musitaba en la oreja:

- ¡D. Arturo, por lo que más quiera! ¡Lo dicho!.

Un sargento almorávide que andaba escamado al ver en medio de la plaza una armadura sin su pedestal y a un andrajoso Al Manú entretenido en sacarle brillo en medio del zafarrancho, se acercó con la cimitarra en la mano y dando un par de vueltas alrededor le ordenó muy educadamente:

- ¡Que cojones estas haciendo! ¡Deja de limpiar la armadura y corre a tu puesto de combate o te juro por mi capitán Al Sierr Ibn Iuca y el Huan Ho Tsé, que el brillo se lo van a dar a tu cabeza en el osario del Santo! ¡So mameluco!

De pronto sucedió lo inesperado. Del cielo comenzó a caer una lluvia de enormes brasas de carbón que al chocar con los muros de piedra estallaban provocando una miríada de pavesas que quemaban más que las palabras de una suegra, provocando el pánico entre los almorávides. Una vez que la artillería carbonífera había descampado, una aguachirri de saetas y flechas de mayor tamaño inundó el castillo procedente de una hueste de seres que colgados de enormes parasoles descendían lentamente a la vez que disparaban sus arcos graznando como los grajos.

El sargento de la cimitarra huyó despavorido creyendo que eran arpías y Al Manú cargó con la armadura a refugiarse debajo del hueco de una rampa escalonada que subía a la torre del Homenaje, en cuya mazmorra estaba, como recordaremos, recluida Zaida.

Atronadores trancazos amenazaban con hacer saltar de sus goznes el portón principal y enormes calderos de aceite de girasol, -que era el que se empleaba para estos menesteres, reservando el de oliva virgen extra para las ensaladas-, eran izados hasta las almenas que defendían la entrada.

¿ Que quien eran los atacantes? Pues ni más ni menos que los almudawwarienses, que hartos de que los quemaran como antorchas humanas por no abonar el diezmo de iluminación del castillo, de no poder quejarse de la dichosa flautita que a todas horas se escuchaba tocar en el castillo, de los bodorrios y jolgorios que se celebraban en su interior -convirtiendo las noches del sábado en un infierno nocturno-, y de ver como su querido bosquecillo peri urbano había desaparecido quemado en las cucañas de iluminación ,entre otras cosas, decidieron sublevarse, con la fracción Psomeyya como cabeza de la insurrección y tomar el castillo por la fuerza de las armas.

Para este ansiado momento se armaron con el material bélico suministrado subrepticiamente por el rey de Sevilla Al Mutamid, a instancias del gran califa Psomeyya, Al Manú Ibn Chawwes, que ordenó un ataque combinado por tierra, mar y aire.

Dos catapultas, una situada en la huerta de San Andrés, y otra situada a escasos metros del castillo, -en una explanada donde los almudawwarienses aventaban el trigo y que llamaban las Parvas-, comenzaron el fuego sincronizado de artillería lanzando enormes brasas de carbón para despejar el terreno y facilitar la misión de los parasolistas, que una vez enfriadas las cucharas de las catapulta,s se acomodaban dentro con su mochilita cogida delante.

Como el peso de los parasolistas era menor, hubo que corregir las coordenadas de disparo de la catapulta plantada en la huerta de San Andrés, ya que estrelló a los primeros en la cara Este de la Torre del Homenaje dejando un gran socavón a media altura. También tuvieron que afinar el tiro en la catapulta de las Parvas, pues aquellos valerosos voluntarios del primer regimiento de paracas de la historia que fueron lanzados en primer lugar, acabaron dispersos por Villaseca y alguno que otro lo tuvieron que sacar de la alberca de Gil Pérez .

Pertrechados de largas escalas y cuerdas, una multitud de almudawwarienses comenzaron a trepar por el adarve defensivo bajo el manto de aceite de girasol que vertían desde arriba, soportando una granizada de peñascos y defendiéndose del aguacero de alabardazos, cimitarrazos y lanzazos que propinaban los defensores almorávides a diestro y siniestro.


Capítulo XIII



 
Debido al protagonismo que la espada de Sir Arturo adquirirá en adelante, no debo finalizar esta historia sin desvelar el misterio y el aura mágica que envuelve a la legendaria Escálibur, amén del porqué de su nombre y narrar, sucintamente, el nacimiento de la leyenda. Para ello, debemos retrotraernos a la época en la que la imperial Roma ampliaba sus fronteras a expensas de las tierras bárbaras del Norte.

¿Que cómo unos pastores, descendientes de Eneas, vencedor en la guerra de Troya y cuya ciudad fue fundada por unos gemelos amamantados por una loba llegaron a convertirse en los dueños del más grande imperio conocido?, no es un misterio. La idea de un destino común, de un pragmatismo y una capacidad resolutoria invencible, unida a la superioridad de su armamento sobre el resto de las tribus itálicas a priori, y del resto, a posteriori, convirtió a un pequeño poblado a orillas del Tiber en la metrópolis de un imperio que circundaba el Mediterráneo desde Judea hasta Lusitania y desde Cartago a Germania.

Nada ni nadie podía hacer frente a la férrea disciplina, que imperaba dentro y fuera de sus legiones. El empuje de sus filas era tan impetuoso, que cuando las legiones romanas comenzaban el ataque poco se podía hacer por parte del desgraciado enemigo, sino iniciar una loca carrera al grito de ¡Sálvese quien pueda! o aquel otro mucho más vejatorio de ¡Maricón el último! La calidad y la cantidad de su armamento era tal, que cualquier legionario romano despanzurraba a diez o doce bárbaros sin que se le moviera el casco.

Pronto extendieron su territorio enfrentándose con las tribus vecinas y exterminando al pueblo etrusco que, con una civilización superior, no pudo hacerles frente y sucumbió estrepitosamente. ¿Qué podían oponer los pueblos cuyas espadas de bronce o cobre se doblaban o mellaban al contacto con una romana de buen hierro forjado? ¿O aquellas otras tribus más atrasadas de la Edad del Plomo, cuyos fornidos guerreros ni siquiera podían levantarlas por encima de sus rodillas? Descritos los preliminares, situémonos en la antesala de la conquista de la Galia, época imperial, y vayamos al encuentro del emperador Julio Cesar Augusto que invernaba, que no hibernaba, en su cuartel de invierno de Marsilia, en la Costae Celestis a orillas del Mare Nostrum. Ese era su modus vivendi, in absentia de casus belli.

Descontento con el rendimiento de su vieja espada, - no conseguía destripar a diez bárbaros seguidos, pues la espada se le calentaba -, y como quedaban cuatro meses para el inicio de la campaña estival, envió a un mensajero hacia Roma, para encargarle al famoso herrero y técnico en armamento ligero Cornelio Martilius Pilón, una nueva espada, pero no una más, sino la mejor espada que se hubiese forjado nunca, pues quería acabar la campaña, manu militari, antes de la recogida del algodón. Proveedor del ochenta por ciento del material bélico ligero (espadas, fundamentalmente) tenia su herrería a las afueras de Roma, a orillas del Tiber y al pie de una de sus siete colinas.

Cornelio Martilius Pilón estaba unido en matrimonio con Servilia Pomponia Mamilia con la que había tenido veinte hijos, diez varones y diez hembras, que se llamaban de mayor a menor: Primo, Segundo, Tercio, Cuartilio, Quintilio, Sexenio, Septimio, Octavio, Nono y Décimo, los varones y Prima, Segunda, Tercia, Cuartilia, Quintilia, Sexenia, Septimia, Octavia, Nona y Décima, las hembras. En verdad, los primogénitos de ambos sexos casi no eran considerados hermanos por el resto de la familia, ya que cuando les preguntaban en el aula magna, al resto de los hermanos, que cuantos miembros componían el núcleo familiar, estos contestaban invariablemente: Mi Pater, Mi Mater, 17 Hermanos, un Primo y una Prima.

Finalizaba el mes dedicado a la diosa Juno y el plazo de la declaratio del S.P.Q.R en todo el imperio. Cornelio Martilio Pilón había solicitado cita a través de un mpm (mensaje palomaris mensajeris) para la hora décima en la Delegatio Provincialis de Hacienda Públicae ya que debía entregar la declaratio in situ, pues a pesar ser familia numerosísima, no estaba exento de su presentatio. Desde que el emperador Julio Cesar le había hecho el encargo de la espada, Cornelio Martilio Pilón había experimentado con cientos de aleaciones y combinaciones de metales y forjados a distintas temperaturas pero ninguna de ellas había surtido el efecto deseado, destinándose las espadas desechadas al común de los legionarios.

Aquella mañana, Cornelio Martilio Pilón había probado una nueva y rara aleación de la hoja a la que soldó una hermosa empuñadura, ab obtentationem. Una vez trabajada con el martillo, la remató con un pre-pulido, dejando grabada en la cara superior, la siguiente nota:


Todavía esta caliente. Anda y saca la burra


¿Que a quién iba dirigida la nota anterior? Pues al menos despabilado de sus hijos, a Octavito, el octavo de sus hijos. Un rara avis y muy sui generis. Dicho muchacho no brillaba por su inteligencia; siendo un poco bobalicón y de natural bondadoso. Acostumbraba Octavito a permanecer horas y horas observando como su padre trabajaba sobre el yunque y cuando se cansaba de mirar, trasteaba por la herrería, tocándolo todo.

Como todas las mañanas Octavio se levantó temprano. Tras arreglar su habitatio y tomar su prima alimentatio o desayunatio, se encamino hacia la herrería donde esperaba encontrar a su Pater. Como éste iba camino de la Delegatio para presentar la declaratio, Octavin posó su mirada en la espada que su Pater dejó encima del yunque y leyó, con mucha dificultad, la nota grabada. Creyó, nuestro simple e ingenuo amigo, que la que estaba caliente era la burra y que debía sacarla del establo para que el burro del vecino la montara, como había hecho el día anterior. Agarró la espada por la empuñadura ad hoc , y la revoloteó al instante con tal fuerza, que fue a para a un bidón de cal viva con la que la mater amantísima, Servilia Pomponia Mamilia pensaba encalar la herrería. Un desconsolado alarido surgió de su garganta al mirar su mano abrasada y corriendo hasta el hogar encontró que su mater amantísima venia a socorrerlo, temerosa de que su hijo predilecto hubiera sufrido una lesión in su córpore sano.

A la vuelta, Cornelio Martilio Pilón buscó y rebuscó la espada por toda la herrería sin encontrarla preguntándole a su hijo Octavito si la había visto por algún sitio. Éste, que no advirtió donde cayó la espada después de revolotearla, entonó entre sollozos su mea culpa y Cornelio, cuya fama y honor dependían de la espada, puso el grito en el cielo y ordenó sine qua non a todos sus hijos y primos, que la buscasen, ¡ipso facto!

Servilia Pomponia Mamilia, mater amantísima de su hijo Octavio, tras curarle la quemadura a posteriori, con Hipéricum perforatum, estaba preparando la caña y la brocha para encalar la herrería, como era su intención, cuando al remover la cal topó con el corpus del delictis, que extrajo con sumo cuidado. En ese momento, acudió Cornelio Martilio Pilón acompañado de todos sus hijos y como Servilia Pomponia Mamilia no estaba al tanto de la bronca le espetó, ex abrupto, a Cornelio Martilio Pilón:

- ¡Otra vez te metes la espada por el anus! ¡Mira que donde ha ido a dejarla, ex profeso!- díxit Servilia Pomponia Mamilia, para más INRI.

La acción de la cal viva, de la temperatura de la disolución y del tiempo que estuvo sumergida en el bidón, obraron, grosso modo, tal efecto sobre la nueva aleación y produjeron tan maravillosas reacciones químicas que Cornelius quedó admirado de su obra y de que el azar le hubiera resuelto el encargo. Solo quedaron grabadas, en una de las caras, unas silabas a todo lo largo de la hoja, - y que debido a la desigual presión del punzón con el que se grabó la nota, la sosa cáustica no hizo desaparecer-, en esta extraña disposición.

_ _ _ es _ cali _ _. _ _ _ _ _ _ Bur_

Nombre con el que fue bautizada la omnipotente espada y con la que Julio Cesar Augusto emprendió el sometimiento de la Galia, llevando la frontera del Imperio hasta la mismísima Britannia, pero.......... non plus ultra.


 
Capítulo XIV


 

El ardor de los almudawwarienses se estrellaba contra la férrea y disciplinada defensa de la guardia almorávide. Una riada de heridos descendía por la ladera del cerro buscando un improvisado hospital de campaña instalado en el bosquecillo de pinos. Continuas oleadas de sublevados rellenaban el hueco dejado por los heridos, -azuzados y envalentonados por las continuas proclamas de los jefecillos de la revuelta- no vacilando a la hora de exponer su vida por la causa.

La defensa de los almorávides no cedía, como tampoco el portón de entrada que resistía al embate del pesado ariete, cargado por un grupo de insurrectos con el objeto de dejar expedita una vía de penetración a la fortaleza.

Los almorávides redoblaron con ardoroso ímpetu la defensa y vista la inexperiencia bélica de los sublevados, la falta de coordinación de sus mandos, a que algunos se lo tomaban a chufla , a que otros abandonaban las armas y emprendían una loca carrera cuesta abajo por el simple hecho de que un almorávide lo mirase y a que la moral estaba por los suelos debido a que los lideres les habían hecho creer que seria un caminito de rosas, la balanza empezó a inclinarse del lado de los defensores del castillo.

El nerviosismo de los mandos insurrectos iba en aumento y las órdenes se sucedían sin descanso. Las catapultas redoblaron su actividad lanzadora de primeros paracas con su mochilita delante, dando la impresión de que cientos de buitres rondaban por encima de las torres más altas. El cuartel general de la sublevación Psomeyya, reunido en gabinete de crisis, ordenó, como ultimo recurso, que un grupo compuesto por la elite del voluntariado almudawwariense se adentrará en el cerro, bajando a las profundidades de la cueva -que nuestros protagonistas habían recorrido esa misma mañana- y sorprender por la retaguardia a los almorávides, esperando que estos últimos no hubiesen tomado las debidas precauciones y sellado el pasadizo.

El grupo, armado hasta los dientes con una cimitarra para tres, un casco para dos y un escudo para todos, se detuvo para leer la coplilla que Sir Arturo dejó grabada en la roca .El estar escrita en otro idioma no supuso ningún problema para estos voluntarios de elite, y todos, sin excepción, la cantaron a coro:



Ya viene el día
Ya viene mare
Ya viene el día
Ya viene mare
Alumbrando sus claras
Los olivares
Alumbrando sus claras
Los olivares

Ay que me diga que sí
Ay que me diga que no
Como nadie nunca la ha querido
La quiero yo
Mi piconera, como el picon
Por tu culpa, culpita yo tengo
Negro negrito el corazón

Por tu culpa, culpita yo tengo
Negro negrito el corazón


Una vez que los ecos de la canción se apagaron dentro de la gruta, continuaron su camino adentrándose más y más hasta llegar a la gran sala donde el olor a pelo quemado les anticipó la dantesca visión de cientos de arañas gatas carbonizadas, cuya especie se encontraba protegida por un reciente bando de la alcaidia. Tras comprobar que no había quedado ninguna viva, tropezaron con la cancela descerrajada y pasando a fila de a uno, ascendieron hasta la reja, desde la que contemplaron la desierta plaza de armas con una fuente de cuatro caños cantando su eterna copla.

Reagrupados en la plaza y al mando de un jefecillo Psomeyya, -que quería hacer meritos ante el gran califa Al Manú Ibn Chawwes-, la compañía se dividió, dirigiéndose cada pelotón de voluntarios de élite a los objetivos asignados por el mando supremo de la rebelión.

Desprevenidos, pendientes del ataque al portón y de rechazar el asalto al adarve, los almorávides fueron sorprendidos por la espalda. Bajo el fuego de los paracas, que una vez recogida la mochilita y apostados en la torre de la Escuela y la torre Redonda les daban cobertura, el pelotón de élite formó una falange con los que tenían casco y espada delante y el resto detrás. Para disimular y tapar la carencia de armamento colocaron delante de la formación al que llevaba el escudo, para impresionar..

Rodeados, sin posibilidad de escapatoria y agotados después de una hora larga de combate, los oficiales almorávides rindieron la fortaleza.

Conducidos a la plaza de armas, fueron encadenados a una gran argolla, entre el aplauso de los paracas que desde las torres lanzaban confetti, turbantes al modo de serpentinas y algún que otro balón de plástico amarillo -con redecilla y todo, a los familiares que se encontraban en la plaza. Los vítores de los asaltantes del adarve que estuvieron a un paso de abandonar la posición se escuchaban tras las almenas y el pelotón que no pudo abatir el portón de entrada, una vez abierto desde dentro, subía en tropel por la rampa de acceso a la plaza, lanzando petardos para celebrar la victoria de la insurrección almudawwariense e izar el pendón de los Psomeyya en la torre del Homenaje. Mientras Al Manu, en un rincón de la plaza cercano a la fuente, continuaba dando brillo a la armadura sin que a ésta se le moviera ni una pluma del penacho........ Y mirando de reojo por si las moscas.


Capítulo XV


-¡No estamos mal! – contestó Zaida a la pregunta de Al Sierr Ibn Iuca interesándose por su situación –¡ Pero podíamos estar mejor - acabó concluyendo.

-¡No sabes cuanto me alegro!- afirmó Al Sierr. – No obstante, si algo te desagrada tenemos a tu disposición un libro de reclamaciones, como supongo que habrás leído en el recuadrito que colocamos a la entrada, junto con las instrucciones y la vía de escape en caso de incendio - le ofreció Al Sierr.

-Ya lo ley detenidamente. Pero tu sabes lo que hacen las administraciones Psomeyyas y almorávide con las hojas del libro.¿ Supongo?- ironizó Zaida

-¡Hija! ¡A falta de papel higiénico!- exclamó Al Sierr disculpando tales prácticas.

-¡Pues por eso!- sentencio Zaida

-¡Bien Zaida!.Veo que estas algo molesta por tan largo cautiverio y que no confías en nosotros. Por eso, voy a ser condescendiente contigo invitándote a la fiesta que esta noche organizará Francisquet ben Churradas en la plaza de armas.- le comunico Al Sierr ibn Iuca

-¿Quién? ¿Paquito el Chocolatero?- se adelanto Zaida ansiosamente.

-El mismo que viste y calza – respondió Al Sierr con lo que empezaba a convertirse en muletilla.

-¡No tengo palabras!. Desde que lo escuché por primera vez, aunque el sonido nos llegaba muy lejano, he rogado por todos los profetas y Mesías que se me permitiera bailar esa canción y por fin ha llegado la hora. ¡No tengo palabras Al Sierr! ¡Gracias Al Sierr! ¡Muchas gracias! - diole Zaida

-¡Para que veas! Esta noche vendrá Huan Ho a recogerte con tiempo para que te asees un poco y te vistas con una túnica blanca de tul que te regalo para siempre. Y te dejaré mi pintalabios, mi rimel, mi agua de rosas y mi perfume de azahar. ¡Hija, vas a estar supermonísima!

Huan Ho, Zaida, Aldonzo del Castillo y el resto de los presentes se miraron entre sí preguntándose unos a otros si habían oído lo mismo. Al Sierr no tardó en darse cuenta que había metido la pata hasta el corvejón, recordemos que el capitán Al Sierr era mujer disfrazada, y comentó para alejar las sospechas sobre su masculinidad:

-¡Y para que los quiero! ¿Yo me los pongo ni leche? – declaró Al Sierr.

Huan Ho Tsé no quitaba el ojo de encima a Zaida imaginándosela rendida en sus brazos cuando de pronto se escuchó un enorme griterío que provenía de la plaza de armas Aprestando al reducido grupo de vigilantes que les acompañaban, ascendieron escaleras arriba, seguido de cerca por su capitán Al Sierr ibn Iuca -que agarraba a Zaida de la mano-, de Aldonzo del Castillo y de los escasos sirvientes que habían aguantado al lado de su princesa hasta última hora. La araña gata, guardiana de la entrada y salida de la mazmorra se abalanzó sobre Huan Ho, -que iba en primer lugar- y éste le asestó un tremendo martillazo que acabó, esta vez definitivamente, con la especie .

Al Manú, viendo que los líderes de la sublevación eran de su misma familia Psomeyya, decidió descubrirles su identidad y aconsejando a Sir Arturo que continuara en la misma posición, se acercó a los jefecillos. Tras un momento de charla, estos acallaron la fiesta para proclamar lo siguiente:

- Almudawwarienses, cesad en vuestra celebración y escuchadnos un instante. El nieto del gran califa Psomeyya Al Manu Ibn Chawwes, se encuentra entre nosotros y quiere tomar el mando de la rebelión en nombre de su abuelo. Para nosotros es un honor que tan ilustre gobernante decida tomar las riendas de nuestro futuro y lo nombraremos, si así lo aprobáis, nuestro líder y guía. Pueblo de Almudawwar : ¡Viva Al Manu ibn Psomeyya.!

-¡Viva Al Manú!. ¡Viva nuestro líder y guía!. ¡Viva el Ibn Chawwes!. ¡Viva Almudawwar-¡ gritaron al unísono cientos de gargantas enfebrecidas.

-Almudawwarienses – tomó la palabra Al Manú – no esperaba recibir tan alta distinción de un pueblo, como el de Almudawwar, tan poco dado a las alabanzas. Es pronto para desgranar mi programa de gobierno en este nuevo destino, que intentaré compaginar con el gobierno de la República de Carmona. Prometo que nada será igual a partir de este momento. Consideraos afortunados pues la mano de mi abuelo os ha tocado por fin. ¡D. Arturo, dejad vuestra inmovilidad y acercaos!- finalizó su discurso dirigiéndose a la armadura que esperaba inmóvil en su rincón.

Cuando la armadura dio sus primeros pasos, los gritos de terror de las almudawwarienses y el llanto de los crios que correteaban entre las piernas de los sublevados provocaron un retroceso de la multitud que inundaba la plaza. La armadura andante, cuyo caminar semejaba el de un autómata, se dirigió hacia donde se encontraba Al Manú, -entre el estupor del gentío-, y cuando llegó a su altura soltó de pronto:

- ¡Por el Gran Lama de Katamandú cuyo nombre nadie recuerda, que parece Al Manú, que me han dado poca cuerda!

Al Manú que rió la ocurrencia, mandó callar a los Almudawwarienses, cuyo murmullo iba en aumento, y les dijo:

- Os presento a D. Arturo Pendragón, rey de Anglos, Sajones, galeses y Escoceses. Guardián de las Islas Británicas y de las Orcadas. Gran Preboste de Camelot. Maestre de los Caballeros Templarios del Templo de Salomón. Capitán General del Octavo Ejercito en la Primera y Segunda Cruzada. Libertador de Jerusalén, de Constantinopla, de San Juan de Acre y de los Santos Lugares. Condecorado con la Cruz de Malta y la medalla al mérito militar de San Godofredo de Salónica. Duque de Norfolk y Devonshire. Conde de York. Alcaide Mayor de la Torre de Londres y Gran Maestro Relojero del Big Ben y compañero de aventuras y amigo mío ¿No es así amigo Arturo?

Sir Arturo que viendo que la situación había dado una vuelta completa de campana le respondió:

- ¡Por el Gran Maestre Masón.... mira que eres guasón! ¿Cuando te he negado yo la amistad? ¡¡Ven y dame un abrazo, hombre y pelillos a la mar!

Al Manú y Sir Arturo se fundieron en un fuerte abrazo, provocando con esta acción, un nuevo estallido de júbilo y alegría entre los sublevados, que no paraban de festejar cada nuevo acontecimiento.


 
Capítulo XVI


Cuando el grupo traspasó el puente levadizo, que unía la Torre del Homenaje con el resto de la fortaleza, no pudo comprender que es lo que había sucedido durante su visita a la mazmorra. Huan Ho y Al Sierr quedaron estupefactos al comprobar que su cuerpo de guardia almorávide se encontraba cautivo y desarmado en el centro de la plaza y que los almudawarrienses, habían tomado la fortaleza. Festejando el triunfo bailaban por cortijeras algunos; iniciando un torpe movimiento del baile de moda, otros ; los más, bebiendo cerveza gratis de unos barriles servidos por el Taller de Piconería y, la mayoría, hartándose de boquerones con mazamorra.

Al ser descubiertos por la muchedumbre un clamor surgió de la plaza de armas. El grupo de voluntarios de elite que peinaba el castillo buscando a la capitana y a su mano izquierda se encontró de pronto frente a ellos echándole mano a Huan Ho Tse, mientras que Al Sierr escapaba hacia el interior de la torre, levantando, tras ella, el puentecillo levadizo.

Zaida, aun en el lamentable estado en que se encontraba, irradiaba tal belleza y sensación de docilidad, que cuando Al Manu y Sir Arturo la vieron, sus corazones se dieron al galope con tal ímpetu que, desbocados y sin riendas, arrastraron a sus dueños enganchados en los estribos, por el hipódromo de la pasión. Seguros como estaban, de que esa diosa de la belleza no podía ser otra que Zaida, la viuda de Al Mamún y princesa de Almudawwar.

Sir Arturo se adelantó a Al Manu y plantándose debajo de la Torre del Homenaje, se quito el casco, -pudiéndose contemplar por primera vez contemplar al apuesto rey de ingleses, anglos, sajones, escoceses y galeses que con su rubia cabellera, sus intensos ojos azules y su enorme mostacho levantó un murmullo de admiración entre las piconeras de Almudawwar- y alzando a Escalibur, a la vez que tomaba aire para atraerse a la avalancha de musas, le confesó su amor clamando:


El jabalí de Arcadia, el león Nemeo
Y el toro a los cien pueblos pavoroso
Cayeron a mis pies, y victorioso
De la hidra me vio el lago Lerneo
El can de las tres gargantas y Tifeo,
Fieras guardas del claustro tenebroso
No estorbaron mi intento generoso
Ni le valió caer al fuerte Arteo
Ejemplo de mi ilustre vencimiento
Son Aqueloo, Busiris y Diomedes
Y el rey a quien huir Hesperia mira.
Mas ¿por qué ufano mas victorias cuento,
Cautivo en tu prisión? ¡Cuanto más puedes
Si me rendiste, OH bella Zaida mía!



Al terminar el poema, todo el mundo se preguntaba que es lo que quiso decir y quien eran todas esas fieras y reyes que Sir Arturo dice que mató, menos Zaida, que había leído el “ “Gran Compendio de mitología griega para torpes” de la editorial Olimpo, el “ Bestiario helénico ilustrado” de Aristocrates de Mileto y el libro “ Presidentes de la democracia atenienses de la A a la Z” de Poliandros de Samotracia. Qué no provocaría el soneto de Sir Arturo en la bella viuda de Al Mamun, que corrió hacia el caballero ingles para unirse en apasionado beso, ante el desmayo de numerosas piconeras que no soportaron escena tan dichosa.

Mientras tanto Al Manu se lanzó tras el capitán Al Sierr y al encontrarse el puentecillo levadizo alzado le pidió a los “paracas” que lo subieran a lo alto de la Torre del Homenaje. Una vez dentro, descendió sigilosamente las escaleras que llevaban a la mazmorra, donde supuso que se escondía el capitán almorávide y sin que advirtiera su presencia, miró por la mirilla de la puerta de la prisión para descubrir, con asombro, el cuerpo semidesnudo de una mujer con el rostro del capitán Al Sierr ibn Iuca, enfundándose la vestimenta femenina que una de las sirvientes había dejado abandonada en la mazmorra.


Capítulo XVII



Al Manú, enamoradizo y volandero como el solo, no pudo menos que exclamar:

-¡Vaya “peazo” capitana general del ejercito almorávide que quita el “sentio”! al ver a Al Sierr medio vestida con las ropas dejadas por la sirviente. Olvidándose de Zaida, y mejorando la presente, decidió tomar la iniciativa. Apoyado en el quicio de la puerta, con el turbante ladeado, una mano en el bolsillo, el pulgar de la otra bajo el sobaquillo y con el deje típico de Carmona, le tiró este requiebro para que Al Sierr lo recogiera:

- Tan imposible lo jayo de tu queré apartarme como escribí en el agua y de una piera sacar angre.

Al Sierr terminó de vestirse todo lo rápido que pudo y aunque el porte del gobernador carmonense ya le había atraído en la plaza de armas, a pesar del follon organizado, le habló con estas palabras que no transmitían nada más que desconfianza:
- Manque en una cruz te pongas bestio de Nazareno y pegues las tres caias, en tus palabras no creo.

Al Manú, que aunque siendo el autor material de la extinción de la especie de araña autóctona de Almudawwar, no quiso confesarlo a su nuevo amor, le respondió:
- Toitas las arañas gatas qu´estan metia´n sus níos me pique´n er corazón si mi queré es fingío y anda, dile a tu califa que si te quiere bendé. En la mano’star´r dinero y en la puerta´r mecaé.

Rendida por la grasía y el salero del de Carmona, la capitana Al Sierr no pudo resistirse cuando agarrándola del talle le plantó un sonoro beso; rindiendo de este modo las defensas de la capitana que , presa del arrobamiento, creyó llegada la hora de dejar de ser “mozita”.

Después de una hora sin que nadie cruzara la puerta de la mazmorra y escucharse en su interior el trasteo propio de la ocasión, los dos salieron cogidos del brazo y haciéndose carantoñas mutuamente. Al Sierr mirando fijamente a los ojos de Al Manu y tomándole de la barbilla le suplicó lo siguiente:

- ¡Por favor Al Manu! Deja libre al Huan para que siga la búsqueda de la esencia comunitaria de su amado emperador Mao Tsé Dong I.

- No te preocupes mi “peazo” capitana general, que lo que esté en mi mano, se hará.- le prometió Al Manú

La fiesta en la plaza de armas había llegado a su apogeo cuando grandes carbones encendidos comenzaron a caer estrellándose contra las almenas y muros de defensa, a la vez que una multitud de almudawwarienses mejor armados y que ganaban por mayoría a los sublevados, tomaron posiciones , reduciendo a los paracas y acordonando la zona. La angustia y la desesperación se pinto en el rostro de los sublevados Psomeyyas a los que la cerveza gratis y la mazamorra se les hizo una bola.

El grupo de elite Psomeyya pasó a formación de combate colocando al que llevaba el escudo primero, pero los nuevos asaltantes sorprendiéndolos por la retaguardia y no dando tiempo a que el del escudo corrigiera su posición, deshicieron la formación a bastonazos. La guardia almorávide que jaleaba a sus libertadores, fue liberada y tomando sus armas se unieron a los fieles seguidores almudawwarienses de la capitana Al Sierr y su mano izquierda Huan Ho Tsé.

La confusión y el caos reinaban en la plaza de armas. Los sublevados Psomeyyas en el centro y los almorávides y seguidores cercándolos, hartándose de la cerveza y de la mazamorra arrebatada a los primeros. Un guardia almorávide percatándose que su bandera no ondeaba en la Torre del Homenaje corrió a izarla en lugar de la enseña Psomeyya que lucia en lo alto del mástil.

Cuando la capitana Al Sierr y el gobernador carmonense, surgieron detrás del puente levadizo agarrados del brazo, si se le hubiera preguntado en ese mismo instante a los allí presentes que qué es lo que estaba pasando, un cincuenta por ciento hubieran respondido: “Si no lo veo no lo creo” y el resto “No se adonde vamos a llegar”, casi con total seguridad.

La capitana almorávide tomó la palabra en estos términos:

-"Pueblo de Almudawwar, Psomeyyas, fieles seguidores, ciudadanos todos. Al Manu y yo hemos decidido continuar juntos nuestra andadura y unir nuestras fuerzas y experiencia por el bien de Almudawwar. No habrá en adelante motivo de discordia en este pueblo al que entregaremos lo mejor de cada uno. Almudawwar tiene un futuro prometedor y aunque nuestra visión es divergente en algunos aspectos concretos de la gestión de este bello y aguerrido pueblo, no es obstáculo para el entendimiento entre Al Manu y una servidora, vuestra alcaidesa Al Sierr. Esperamos que nos apoyéis y que nuestros cuadros de mando, Huan Ho Tsé por mi parte y el que elija Al Manu por la suya trabajen coordinada y amigablemente. Pueblo de Almudawwar ¡Viva Al Manu!"

Todas las gargantas enronquecieron gritando: ¡Viva Al Manu!

Al Manú, tomó la palabra cuando ceso el eco de su nombre y dijo lo siguiente:

- ¡Viva Al Sierr ibn Iuca! Nuestra capitana y mi futura esposa, si Dios quiere!

Cientos de gargantas volvieron a corear el nombre de Al Sierr.

- ¡Viva Al Sierr! ¡Viva Al Manú! ¡Vivan los novios! ¡Vivan los padrinos!

La pareja se besó ante la multitud y la cerveza volvió a correr, la mazamorra a cubrir los platos, los boquerones a llenar los cucuruchos y la música de Francisquet ben Churradas o Paquito el Chocolatero a sonar, obligando a toda la muchedumbre a agarrarse del brazo y formando las filas y estornudar fuertemente a la vez que llamaban al desconocido cuando ben Churradas lo indicaba con el dedo índice.

¿Donde se hallaban Sir Arturo y Zaida mientras tanto? Pues podéis imaginarlo. Haciendo sus deberes en un peñasco que sobresalía en una azoteilla, a escasos metros de las cúpulas de la mezquitilla del castillo, llamado el Revolcadero

Hasta allí se desplazaron los dos amantes y viendo que nadie los observaba aprovecharon el saliente rocoso para acomodarse mejor. Cumplido el menester y apagado el ardiente fuego que los consumía de deseo, Sir Arturo levantó la espada y clavándola en la roca hasta la mitad dijo:

-Zaida, amada mía. Como he metido esta espada hasta la empuñadura te juro que así se la meteré a todo aquel que ose mancillar tu nombre en adelante. Aquí y en Pekín si hace falta - porque a estas alturas del relato, el lector perspicaz habrá descubierto que no se sabia, a ciencia cierta, de que pie cojeaba Sir Arturo.

Zaida, acostumbrada a la delicadeza con que la trataba su esposo Al Mamún, le respondió.

- Por San Gutanardo de Archidona, Arturo. Solo te pido que la próxima vez le quites el casco al cubrecipotes de la armadura.

Y cogidos del brazo bajaron a reunirse con la otra parejita.



Capítulo XVIII



 
Al encontrarse las dos parejas comentaron que ya que se encontraba Huan Ho entre ellos y antes de que partiera a tierras lejanas en su incesante búsqueda de la esencia de la doctrina comunitaria, podían aprovechar la ocasión, casarse por el rito civil y dado que los almorávides habían conquistado las Islas Canarias, conocerlas en viaje de media luna de miel. Huan Ho Tsé que ofició la boda gemela con mucho oficio y agrado, bendijo a los recién casados y les exhortó a que cumplieran con lo prometido por el bien de Almudawwar y de los Almudawwarienses. Promesa que el matrimonio formado por Al Manú y Al Sierr juró cumplir. Sir Arturo quitándose la armadura la dejó en el castillo como recuerdo de su visita y tomando la mano de Zaida se dirigieron a la entrada de la gruta donde le canto la coplilla grabada, acompañado por la orquesta de Francisquet ben Churradas.

Al Manu bajó con Al Sierr a la gruta donde las arañas gatas aun humeaban y no pudiendo reprimir las lagrimas, cuando Al Manu le confesó que lo hizo sin querer, ordenó que fueran enterradas y mando disecar el ejemplar amaestrado, que colgaron cerca de la trampilla de entrada a la mazmorra.

Ni las bodas de Canaán, ni las de Camacho, ni las de Luis Alonso tuvieron comparación con la celebración nupcial de las dos parejas. La Orquesta de Ben Churradas no paraba de tocar. Los barriles de cerveza traídos exclusivamente de la Alhambra para los almorávides, las cajas de botellines de la Cruz del Campo para los cristianos, los de fino de Al Montilla y Al Moriles se contaban por decenas. Docenas de cabritos asados con denominación de origen “Serranía de Cabra” y ocho marranos del Valle de las Bellotas se doraban bajo la experta mirada del maestro asador Abdulá ben Carmelo. Numerosas bandejas de dulces, bizcochos y pastelillos de los maestros confiteros Hermanos Ibn Rulldán se repartían entre los invitados a manos llenas.

Dos semanas duraban las celebraciones cuando Huan Ho Tsé decidió partir en una chalupa río abajo. Despedido por una multitud que le deseaba fervorosamente que encontrara la esencia de la doctrina partió al atardecer esperando que la noche lo ocultara de los gritos inculpatorios de la lora del río y del loro de la Torre del Oro.

Sir Arturo y Zaida después de pasar tres meses en un castillito adosado con foso particular que Sir Lancelot tenia en Lanzarote, se dirigieron al puerto de Málaga y embarcaron en una galera atlántica con destino al puerto de Southampond donde le esperaban para darles la bienvenida Sir Lancelot, El Caballero Negro, el mago Merlín y el resto de la corte de Camelot.

Al Sierr y Al Manú a su regreso de las Islas Afortunadas, pusieron manos a la obra. No pasaba un día en el que la feliz pareja no discutiera por esto , por aquello o por lo otro y la mayoría de las veces, por nada, pero siempre se imponía la opinión que más contribuía al progreso de Almudawwar; sin que dichas discusiones alteraran en lo mas mínimo el amor que ambos se profesaban.

Y pasaron los años: tres, cuatro, cinco, seis y al séptimo ocurrió lo que se veía.



Capítulo XIX



Una violenta tribu magrebí empujaba fuertemente desde el vecino país y su desembarco en la península era cuestión de días. Los almorávides y Psomeyyas cuyo pacto solo prosperó en Almudawwar debido a la alianza matrimonial entra las dos familias, se encontraban divididos y enfrentados en todo el territorio de Al Andaluz. La noche del 28 de febrero de 1045 los almohades establecieron una cabeza de puente en Matalascañas sin que la resistencia costera de los almorávides pudiera rechazar el desembarco. Sucesivas oleadas de invasores ampliaron el territorio conquistado, arrasándo todo lo que encontraban a su paso como una plaga de langostas almohades. Rendida y asolada Sevilla, Carmona, La Luisiana y el próspero reino de Écija, los cordobeses, -más las tropas batidas en retirada de Psomeyyas y almorávides- se reorganizaron a las puertas de ciudad califal, en espera de la vanguardia almohade.

El I Regimiento de Infantería “Almudawwar” surgido de la unión del grupo de élite psomeyya compuesto por 151 almudawwarienses, -si contamos al que colocaban delante con el escudo para impresionar al enemigo-, y reforzado con los 150 guardias almorávides del castillo fue enviado a la capital cordobesa al mando de Huan Ho Tsé ,que había vuelto recientemente de su búsqueda y nombrado capitán de este I Regimiento de Infantería “Almudawwar”, mas comúnmente conocidos por “ Los 301 Chocolateros” debido a su peculiar forma de luchar.

Esta consistía en lo siguiente: cogidos del brazo izquierdo, en cuya mano libre llevaban encendido un cohiba calidad extra – que su capitán Huan Ho Tsé les había regalado al regresar de su segundo viaje al nuevo mundo -, y en la mano derecha la cimitarra, formaban largas filas que avanzaban lentamente al encuentro del enemigo- animados por el pasodoble que ben Churradas compuso años atrás.

Os preguntareis que qué fue de nuestro bravo capitán Huan Ho Tsé Al Mouraini, que dejamos bogando río abajo buscando la desembocadura del Waad al Quivir. Huan Ho en su incesante búsqueda navegó hacia alta mar hasta encontrar la isla del barbudo, donde pasó una temporada estudiando y practicando el idioma. Supo por este- que había cambiado el taparrabos verde oliva por otro mucho más deportivo y de colores chillones, que un inmenso continente se extendía de Norte a Sur a tres días de navegación Oeste Noroeste. Que cruzando una estrecha lengua de tierra se llegaba a la orilla de otro océano diez veces mayor que el que había cruzado desde Sanlucar de Barrameda.

El más anciano de la tribu de los Habanos, un puro habano, le informó de la existencia de un imperio que se extendía desde la tierra de los Chibchas hasta la tierra de los indios fueguinos, los Onas, adictos a los crucigramas, y desde la costa del nuevo y manso océano a una inmensa selva surcada por innumerables ríos donde vivian los amazones y las amazonas en aldeas y camas separadas.

Ni corto ni perezoso Huan Ho embarcó de nuevo y cruzando a pie el istmo que separaba los dos océanos dirigió sus pasos hacia el Sur. Siguiendo la línea costera, llegó a la ciudad de Huancanaco donde se unió a un grupo de huanaqueros que guiaban un rebaño de huanacos, rodeado por las llamas, a la capital del imperio inca, a Cuzco. Los incas o hijos del sol eran gobernados por el inca Manco Capac, hijo de Tupac Amaru y nieto de Atahualpa Yupanqui -que erigió la ciudad de los cóndores-, en el Machu Picchu. Manco Capac, que tenia dos hijos llamados Paz el mayor y Uto el menor, murió al día siguiente de llegar Huan Ho, dividiéndose el imperio entre sus dos hijos. El Imperio del Norte para el Inca Paz y el imperio del Sur para el Inca Uto. El Inca Paz envidiaba la riqueza del imperio sureño y como era incapaz de matar a su hermano envió a un asesino a sueldo para tan siniestro cometido. Mientras el Inca Uto dormía a pierna suelta y con la ventana abierta, el sicario le asestó tres pedernalazos en el corazón, que extrajo para llevarlo a su hermano como prueba del asesinato.

Así fue como los dos reinos pasaron a manos del Inca Paz y el Inca Uto murió por incauto. Huan Ho Tse le ofreció sus servicios al Inca Paz y el imperio inca alcanzó uno de sus periodos más esplendoroso extendiendo sus dominios como una mancha de aceite por desiertos, selvas valles y cordilleras sin nombre conocido. Como en aquel continente no encontró lo que esperaba, regresó con un cargamento de tizones o cohibas–calidad-extra que repartió entre “Los 301 Chocolateros”.

Las escaramuzas entre los almohades y las tropas cordobesas eran cada vez más frecuentes; en la mañana del 7 de octubre de 1045 se desencadenó el ataque almohade con tal violencia que a duras penas se lograba mantener la disciplina entre la coalición cordobesa. Las líneas almoravides y Psomeyyas fueron cediendo en todo el frente a excepción de la que ocupaban “Los 301 Chocolateros” que sin inmutarse y como si no fuera con ellos, avanzaban a paso lento, fumándose el cohiba calidad extra y dando cimitarrazos a todo aquel almohade que se les ponía por delante. Como quiera que lo mismo avanzaban, -que sin mediar orden alguna, las filas de los chocolateros retrocedían-, los almohades no sabían a ciencia cierta a que carta quedarse. Si los almohades los perseguían cuando los chocolateros retrocedían, estos volvían a la carga pillándolos a contrarié y diezmando sus compañías en menos que se persigna un cura loco.

Cuando el resto del ejercito almorávide y Psomeyya cedió ante el empuje de los almohades y huyó en desbandada, el I Regimiento de Infantería “Almudawwar” quedó abandonado a su suerte en medio del campo de batalla, con los flancos descubiertos y sin el apoyo de la caballería pesada. Huan Ho Tsé viendo que la situación en la que se encontraba era un callejón sin salida o una ratonera, -rodeados como estaban por un inmenso contingente de almohades-, arengó a sus 301 hombres en estos términos:

- ¡Almudawwalienses! No vine yo de China pala esto. No señol. Quien así lo clea se equivoca. Tampoco recotlí medio mundo y palte del nuevo, de cuya existencia tendléis noticias dentlo de unos pocos cientos de años, para molil a manos de unos cuantos almohades y que leglesen victoliosos para dolmil placidamente con sus almohadas. No señol. Pol qué a fin de cuentas:¿Pala que hemos nacido si no pala que nuestlos hijos vivan en un mundo mejol? ¿Y que mejol mundo puede existil que aquel que elige la doctlina comunitalia como camino y cuya esencia he buscado por cielo y tietla sin encontlaltla?

-¿Qué vale nuestla vida? ¿Pala que la quelemos vivil bajo el yugo almohade? Démoles a estos gátlulos lecién llegados su melecido, y si de plonto os veis cotliendo tlas cientos de piconelas desnudas de cintura pala abajo, cluzando líos de chocolate, escalando montañas de chutlos y el lostro bañado por el sudol, que no os cause espanto. Estaléis en los Huetlos del Eden y ya habléis muelto.

- Flancisquet!: A mi señal el potputlí de combate.

- ¡Aldonzo del Castillo! Ve tomando nota de los hechos y apuntando las hazañas de tus paisanos a medida que se vayan sucediendo y luego lálgate a todo correr.

- ¡Almudawwalienses!. ¡Helmanos!.¡Lo que hacemos en esta vida tiene su eco en la etelnidad! Sabed que son muchos ¡Que digo muchos! muchísimos los llamados y pocos ¡Que digo pocos! poquísimos, los elegidos para la glolia.

-Como dilía nuestlo quelido Sil Altulo: ¡Pol San Ligobelto Siquitlaque, vamos todos al ataquerrrrrrrrrrrrrrrr!

No quedo ni el apuntador.


La caída de Córdoba supuso la de Almudawwar cuyo caserío fue asolado, su castillo derruido y la mayoría de los almudawwarienses pasados por las armas. Un grupo compuesto mayormente por ancianos, mujeres y niños fue conducido por Al Manu y Al Sierr a la entrada de la gruta con la intención de escapar por uno de los innumerables pasadizos que conducían al puertecito del río. Cuando el último almudawwariense embarcó y se dirigían aguas abajo, Al Manu y Al Sierr fueron sorprendidos por una avanzadilla almohade que los persiguió hasta la falda del castillo, donde les dieron caza.

Tras vender cara sus vidas y sembrar el terreno de cadáveres almohades sucumbieron finalmente al enemigo y sus cabezas fueron ensartadas en el mástil de la Torre del Homenaje, donde ondeaba la bandera blanquiverde -verde almorávide y blanco Psomeyya-, y símbolo de la unión de las dos familias rivales, dándose fin a la época de mayor progreso, renombre y esplendor registrada en la historia de Almudawwar al Adna.

El grupo de refugiados almudawwarienses salvado por nuestros heroes, desembarcó, una vez pasado el peligro en una pequeña aldea llamada Almudawwar al Safid, (actual Peñaflor) motivo por el cual a los habitantes de esta localidad también son conocidos como “cucos”.


Capítulo XX


Pasado el tsunami almohade, Al Ándaluz se recuperaba lentamente de la invasión, reconstruyendo ciudades, pueblos y aldeas. ¿Cómo le iba su matrimonio a nuestra princesa Zaida? Según se rumoreaba por Almudawwar, Sir Arturo estaba hecho un buen elemento. A poco de aterrizar de su viaje de bodas volvió a las andadas con sus compañeros de la mesa redonda. Su ex novia, Ginebra le tiraba los tejos continuamente y Arturo, que no era precisamente un dechado de virtudes acabó preso entre sus redes, sin que nuestra pobre Zaida tuviera noticias del infiel comportamiento de su señor esposo.

Cuando se hartaba de Ginebra y de güisqui, regresaba muy zalamero a los aposentos de Zaida para finalizar la noche cantándole la coplilla. Zaida lo perdonaba y vuelta a empezar. La tristeza que la añoranza de su tierra provocaba en nuestra princesa, unida al húmedo y frió clima de las Islas Británicas y a las continuas ausencias de Sir Arturo fueron mitigando el amor de Zaida por Arturo, Cuando le soplaron que su marido le daba a la Ginebra todos los días comprobar que no olía a alcohol, cayó en la cuenta del engaño amoroso. Una brumosa mañana de Mayo agarró sus bártulos y se marchó en busca de su adorada tierra Al Andaluza. Al partir le dejó a Sir Arturo escrita la siguiente nota de despedida:

Querido esposo mío:

¿Qué fue de aquel apuesto caballero que me cautivó en medio de la trifulca armada en mi querida Almudawwar? Te entregué mi corazón, que solo compartí con un único hombre, mi valiente señor Al Mamun y ¿para qué? No tienes más que fachada Arturo, y tanto nombre y renombre de qué te sirven. ¡ Que si gran maestro de esto, que su capitán general de lo otro? Bobadas Arturo. Bo – ba- das. ¿Pero que no eres tu solo? Tus amiguetes de la mesa redonda son mucho peor y tú ¡como te dejas llevar por cualquiera! Pero esto se acabó. Quédate con tu Ginebra y bébetela entera a ver si revientas de una vez. Y de seguirme. Ni se te ocurra. Así que como tú dirías, Arturo: Por San Juan de Alnazfarache aquí se te acabo el bache. Que disfrutes de tu nueva vida. Tu sierva, Zaida.

Nota: Pronto recibirás noticias de mi abogado



Regresó la despechada Zaida a su hermoso país a lomos de una mula retinta. A medida que se acercaba a su destino, los últimos acontecimientos de los que iba teniendo noticia le causaron un gran desasosiego. Cuando entró por la puerta de la Villa el panorama era desalentador. Las viviendas de los almudawwarienses se encontraban o destruidas o asoladas o en fase de replanteo, los campos agostados, el olivar arrasado y el castillo, aquel bastión inexpugnable y maravilla de las maravillas, derruido. Solo la Torre del Homenaje se encontraba en un estado aceptable, siendo el resto un amasijo de muros y torreones, que a duras penas lograban mantenerse en pie.

Pero lo peor era la miseria. El abatimiento que pesaba como una losa sobre un pueblo orgulloso de si mismo, de su historia, de su cultura y de su futuro.

Zaida subió lentamente, ante las miradas sorprendidas de sus paisanos, lo poco que quedaba de la calle de la Peña, pues a ambos lados se extendía la ruina y el rumor de su regreso se extendió como un reguero de pólvora por la población. En las Parvas encontró a una decrepita multitud de almudawwarienses que coreaban su nombre con desgana a la vez que unos famélicos mozarabitos le pedían trozos de pan. Zaida que no podía soportar el sufrimiento de su pueblo, otrora dueño de su destino, ascendió al pequeño bosquecillo de pinos desde el cual tomo el camino que pasaba junto a la gruta.

Cuando leyó la coplilla no pudo evitar que un estremecedor e inconsolable llanto la asaltara y el recuerdo de Sir Arturo la persiguiera de nuevo. Al girar la cabeza hacia el interior de la caverna un tímido rayo de sol poniente se escapó de su prisión nubosa e iluminó los cuatro cenotafios levantados gracias a una suscripción popular, donde reposaban los cuerpos de sus amigos Huan Ho Tsé, capitán del I Regimiento de infantería “ Almudawwar”, de Al Sierr Ibn Iuca capitana almorávide y alcaide de Almudawwar, de Al Manu Ibn Psomeyya primer gobernador de la República de Carmona y alcaide consorte de Almudawwar y de Aldonzo del Castillo, su fiel carcelero. En una gran lápida, colocada a un lado de la entrada, se podían leer los nombres de 301 almudawwarienses caídos en la defensa de Córdoba junto al escudo del Regimiento “Almudawwar”. Una pequeña placa dedicada, decía así. “Del pueblo de Almudawwar a sus héroes y mártires”.

Zaida corrió, entre lágrimas y lamentos a abrazarse a las estatuas sedentes de sus amigos a los que llamaba a gritos desde el mismo borde de la locura. Rendida por el dolor y maltrecho su corazón por tanta angustia y sufrimiento se adentro en la cueva buscando el pasadizo que conducía a la plaza de armas. La visión de la fuente seca de cuatro caños, en la ruinosa plaza de armas volvió a acongojarle el pecho.

Con la mirada, buscó el peñasco donde aun se encontraba clavada la portentosa Escalibur, -que todo un ejercito almohade no logró extraer- y hacia el se dirigió. Encontró cerca del peñasco una tablilla donde grabó con una horquilla, una leyenda que dejó colgada de la empuñadura mediante una cinta roja de su rojo corpiño, con la siguiente inscripción:


Si me quieres en tu poder
Al pueblo debes servir
Al adversario querer
Y en Almudawwar vivir


Pues si al pueblo lo sirvieres
La alcaidia tú merecieres
Mas si al pueblo lo jodieres
En la miseria te pudrieres


Regresó a la entrada de la Torre del Homenaje y pasando por el puentecillo que la unía al resto de la fortificación ascendió hasta lo más alto; al filo de la medianoche.

Daban las doce en el reloj de la Alcaidia. La luna llena iluminaba la vega del Waad al Quivir perfilando las estribaciones de la Sierra Morena cuando Zaida, que peinaba su hermosa cabellera con un peine de plata, creyó percibir el galope de un caballo que ascendía la ladera del cerro redondo.

Al asomarse súbitamente el peine cayo al vació, y Zaida creyó la figura de un jinete árabe cuyo porte y señorío se correspondía con su adorado y amado al Mamún, a la vez que el viento le traía el eco de su voz:

- ¡Zaida mía, espérame siempre!- escuchó decir a la vez que se desvanecía su espectro bajo la fantasmagórica luz del plenilunio. No pudo más. Zaida bajó a la plaza de armas y adentrándose de nuevo en la caverna vagó por los oscuros y lóbregos pasadizos que horadaban el interior de la inmensa mole de piedra. En una pequeña oquedad, en lo más profundo de la roca, -justo en la misma dirección que señala con su punta Escalibur-, la pena quebró su corazón para toda la eternidad. Corría el año de 1050.


Epílogo


 
Al año siguiente, un 28 de Marzo de 1051 y pasada la medianoche, unos almudawwarienses vieron aparecer en la Torre del Homenaje a una dama que en vuelta en blancos tules se paseaba por las almenas mirando hacia Córdoba. Suceso que se repitió al año siguiente, y al siguiente y que no ha cesado de repetirse desde entonces, aunque la incredulidad actual se ría de los cuentos de aparecidos de siglos pasados.

La dama de los blancos tules, la dama blanca, Zaida, creámoslo o no, abandona su oculto sepulcro para vagar bajo la luna de Marzo gimiendo y lamentando la pérdida de su amado esposo Al Mamún, cumpliendo el ruego que el viento le trajo, para desaparecer con las primeras luces del alba. Esa misma noche bajan del castillo extraños ruidos de cadenas y misteriosos lamentos que aterrorizan a los que se atreven a caminar por las oscuras y empinadas calles del pueblo. De hecho, hay quien asegura que ese día vio brillar a la dama blanca en la oscuridad de la noche y que acercándose a la aparición pudo descubrir como Zaida miraba a la lejanía con los ojos más hermosos que nunca vio.
- ¡Te esperaré siempre, amado mío!- susurro Zaida y su promesa, envuelta en el viento nocturno, descendió ladera abajo para rizar las plateadas aguas del Guadalquivir.



Fín


Personajes por orden de aparición:
Zaida: Princesa mora esposa de Al Mamún y nuera de Al Mutamid
Al Mamún: Rey de Córdoba, esposo de Zaida e hijo de Al Mutamid
Al Mutamid: Rey de Sevilla, padre de Al Manú y suegro de Zaida
Sir Arturo Pendragón: Rey de Anglos, Escoceses, Galeses y una larga retahíla de títulos.
Sir Lancelot: caballero de la Tabla Redonda y compañero de juergas de Sir Arturo
EL Caballero Negro: caballero de la Tabla Redonda y compañero de juergas de Sir Arturo
Lady Ginebra: novia, ex novia y segunda esposa de Sir Arturo.
El mago Merlín: preceptor de Sir Arturo y amigo cariñoso del mismo.
Al Sierr Ibn Iuca: capitana almorávide, alcaidesa y heroína de Almudawwar. Esposa de Al Manu ibn Psomeyya
Huan Ho Tsé al Mouraini: Chino nacionalizado almorávide y mano izquierda de Al Sierr Ibn Iuca. Héroe de Almudawwar y capitán del I Regimiento “Almudawwar”, también conocido como los “301 Chocolateros”
Al Manu ibn Psomeyya: Primer gobernador de la Republica de Carmona, esposo de Al Sierr Ibn Iuca, alcalde consorte y héroe de Almudawwar.
Posadero o cristiano viejo de mas de 90 años: Padre de Luisa y Ana. Abuelo de la mayoría de los luisianos.
Luisa y Ana: hijas del posadero alrededor de cuya posada creció la población de La Luisiana gracias a las facilidades dadas por las hermanas.
Ecijano: Fundador y accionista mayoritario de la empresa “Yemas del Ecijano SL”.
Rabadán de la cañada: Pieza clave de esta historia pues si no le señala con la vara por donde tenia que “dir” Al Manú no hubiese encontrado el camino a Almudawwar.
Al Manú ibn Chawwes: Eterno gran califa Psomeyya de Al Andaluz y abuelo de Al Manu.
Sir Johnny Walker: Bodeguero escocés, amigo de Sir Arturo y creador del magnífico Scotch “Lago Ness”
Sultán Saladino de Jerusalén: Capataz de la mina de carbón “The Piconero´s of Devonshire”
Francisquet ben Churradas, alias “Paquito el Chocolatero”: héroe de Almudawwar y gran compositor musical. Autor de “Paquito el Chocolatero”, de “Paquita la Jeringuera” y de “Curro el Horchatero”.
Abdulá ben Carmelo: Gran Maestro Pinchonero. Medalla de Oro al Mejor Pincho Moruno 1037, 1038 y 1039, otorgada por la Sociedad Gastronómica Al Andalucense “El Jinchonazo”.
Aldonzo del Castillo: Héroe de Almudawwar y fiel carcelero de Zaida.
Mao Tsé Dong I: Dirigente chino, editor de libros rojos y fundador de la doctrina comunitaria desaparecida tras su muerte y que Huan Ho Tsé Al Mouraini se empeño en buscar por todo el orbe.
Iván Ivanovich Ivanichtchenko: Campesino ruso que tocaba la balalaica en su isba.
Ludmila Ivanova: Amante esposa de Iván Ivanovich y estupenda cocinera. Cofundadora de la cooperativa de alimentos pre-cocinados “La Lusa. Ensaladas y ensaladillas. Coop”
Zar Josef Stalinnikov III “El Purgante”: Gobernante ruso y adicto a las “purgas”. Dicho procedimiento consistía en enviar al “purgatorio” siberiano a todo aquel que no comulgara con sus ideas o doctrina.
Aborigen barbudo y parlanchín: Indígena coñazo y caradura.
Julio Cesar Augusto: Emperador romano, conquistador de la Galia que encargó la mejor espada jamás forjada.
Cornelius Martilius Pilón: Maestro herrero y dueño de la empresa “Mis Veinte Hijos. Material Bélico Ligero. SA”
Servilia Pomponia Mamilia: Abnegada esposa de Cornelius y madre superprotectora de Octavin.
Octavio Martilius Pomponio “Octavin”: Hijo algo torpe de Cornelius y Servilia. Descubridor del proceso de “encalamiento” del hierro candente, que confiere al material tratado propiedades maravillosas.
Hnos. Ibn Rulldán: Pasteleros y principales proveedor de Psomeyyas y Almorávides.
Manco Capac: Dirigente incaico y padre del Inca Paz y del Inca Uto.
Tupac Amaru: Padre de Manco Capac y guerrillero en su juventud.
Atahualpa Yupanqui: Abuelo de Manco Capac conocido por sus protestas cantadas.
Inca Paz: Hermano del Inca Uto y asesino del incauto Inca Uto.
Inca Uto: Hermano del Inca Paz asesinado por el incapaz del Inca Paz.

Banda sonora:

Mi piconera (en la versión cantada por Manolo Escobar)
“Paquito El Chocolatero” de Francisquet ben Churradas (en la versión Remix)

Agradecimientos:

Le agradezco a Juan de Arguijo la composición del soneto “ A Hércules”- utilizado por Sir Arturo para conquistar a Zaida-, y a D. Antonio Machado su recopilación de coplas, utilizadas en los requiebros amorosos de Al Manu ibn Psomeyya y Al Sierr Ibn Iuca



Antonio Rocha Muñoz

Almodóvar del Río a 2 de Octubre de 2007.

































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